Últimamente tengo la sensación de que vivimos atrapados en una contradicción permanente. Por un lado, no paramos de repetir que “todo se puede”, que “si te esfuerzas lo consigues”, que “los límites están en tu mente”. Por otro lado, cada vez más gente se siente vacía, sola y agotada.
Hace poco releí algunos fragmentos de Byung-Chul Han, ese filósofo coreano que escribe despacio para que pensemos más despacio, y que recientemente ha recibido el premio Princesa de Asturias 2025. En uno de sus ensayos habla de lo que él llama la sociedad del cansancio. Y no lo dice solo por el estrés o por la jornada laboral interminable, sino por algo más profundo: esa presión invisible —pero constante— de tener que ser siempre felices y productivos. Una positividad tan exigente y extrema, que acaba agotando.
No estamos cansados solo de trabajar. Estamos cansados de tener que poder con todo. Es curioso, porque lo que antes era una obligación externa —una norma, una ley o una autoridad— ahora es una exigencia que llevamos dentro. Ya no hace falta que alguien nos diga lo que debemos hacer: nos lo decimos nosotros mismos. Y además con entusiasmo, como si fuera algo bueno. “Tienes que cuidarte, beber agua, meditar, emprender, tener éxito, estar en forma, actualizarte, reinventarte y mantenerte positivo”. Y si no lo logras es porque algo estás haciendo mal.
Lo preocupante es que esa voz no nos da tregua. Porque no basta con hacer las cosas bien. Hay que hacerlo todo. Y hay que hacerlo con una sonrisa. Mientras tanto, la realidad es otra. Las estadísticas de salud mental van creciendo cada día, mientras que el tiempo de calidad con otras personas disminuye y nos cuesta cada vez más reconocer que no llegamos. Que no podemos. Que estamos agotados.
No todos seremos Einstein, ni falta que hace; pero todos necesitamos sentir que tenemos un lugar, aunque no sea en el podio"
Me pregunto en qué momento dejamos de aceptar que hay cosas imposibles, que fallar o no llegar a todo no es una tragedia y que vivir también consiste en parar, descansar y sentirte a veces derrotado, pues eso es humano y no pasa nada por sentirlo. Hemos desterrado palabras como no puedo, me equivoqué o he fracasado. Las hemos sustituido por una positividad extrema de escaparate que, en el fondo, nos impide conectar con los demás.
Byung-Chul Han dice que hemos perdido los rituales cotidianos que antes tejían nuestras relaciones. La sobremesa sin prisa, el café de oficina con charla sin objetivo, la pausa para mirar el cielo sin hacer nada. Ahora todo tiene que ser útil. Incluso el ocio. Y si no, parece que estamos perdiendo el tiempo.
La paradoja es que, en nombre de la libertad, nos hemos encerrado en una jaula invisible. Una jaula que no necesita carcelero porque la llevamos dentro. Y cuanto más alto ponemos el listón de lo posible, más nos pesa no llegar, ya que hemos dejado de saber gestionar la derrota y el fracaso.
No digo que no haya que tener sueños. Claro que sí. Pero tal vez deberíamos dejar de pensar que todo el mundo puede ser especial, exitoso y brillante. Quizá haya que reivindicar también la modestia, en el buen sentido de la palabra. Esa modestia que no busca aplausos ni portadas, pero que sostiene la vida. La de millones de personas que hacen su trabajo, que cuidan de otros, que siguen adelante sin grandes gestas. Sin épica, sin aparecer en los medios de comunicación o en las redes sociales.
No todos seremos Einstein, ni falta que hace. Pero todos necesitamos sentir que tenemos un lugar, aunque no sea en el podio. El problema no es aspirar alto. El problema es convertir la aspiración en obligación. Como si vivir una vida sencilla fuera una derrota. Como si no tener éxito fuera una especie de fallo moral. Tal vez deberíamos recuperar esa parte de nosotros que no necesita estar siempre en forma, que se permite no saber, no poder o simplemente no querer. Tal vez deberíamos volver a ver valor en lo lento, en la pausa, y, sobre todo, en la derrota.
No tengo una receta para esto. Pero sí una sospecha: cuanto más nos exigimos ser extraordinarios, más solos nos sentimos y más infelices. Y quizá la salida no esté en hacer más, sino en parar un poco. Escucharnos y mirarnos a los ojos sin prisa.
A veces, lo más humano que podemos hacer, es no aparentar que podemos con todo, conversar con los demás sobre nuestras derrotas y saber pedir ayuda a tiempo.
Dr. Pedro Juan Martín Castejón
Miembro del Consejo Directivo de Marketing y Comercialización (CGE)
Profesor de Marketing en la Universidad de Murcia y ENAE Business School