MURCIA. Me gusta viajar en ventanilla, pegarme a ella en el momento del despegue y del aterrizaje, o cuando quiero evadirme del mundo mirando a ese cielo infinito. Y así estoy ahora, pegada al cristal contemplando la isla de Madeira, que emergió de las aguas hace cinco millones de años fruto de una erupción volcánica. Se me antoja fragante, exótica y misteriosa, como quizá la vieron Joäo Gonçalves Zarco y Tristäo Vaz Teixeira cuando en 1418 descubrieron este pedazo de tierra en medio del océano Atlántico. Llegaron a Porto Santo y, un año después, descubrieron esta otra isla a la que apodaron Madeira por la abundancia de esta materia prima. Yo llego por aire, al Aeropuerto Internacional Cristiano Ronaldo, una minúscula franja de hormigón encajada en un acantilado que termina en el mar, al que nos aproximamos como un pájaro acechando a su presa, y en cuya pista nuestro avión clava las ruedas en un aterrizaje solo apto para pilotos experimentados. Los pasajeros aplauden con un júbilo exagerado y yo sonrío: ¡por fin estoy en Madeira!
Por delante tengo unos días para descubrir por qué Madeira ha sido elegida en numerosas ocasiones como mejor destino insular de Europa —y del mundo— por los World Travel Awards, pero también para recorrer sus paisajes, descubrir su cultura y empaparme de su historia, marcada por la caña de azúcar en un primer momento y, en un segundo, por los vinos fortificados, famosos hoy en todo el mundo (para más información leer el artículo la isla de viñedos imposibles y vinos con carácter). Eso será mañana, porque la noche cae y apenas tengo un rato para pasear por Funchal, la capital, y disfrutar de una cena informal en la terraza de mi alojamiento, el Vine Hotel, bajo la luz de la luna y sobre una ciudad que ya duerme.