Hay dos elementos que te condicionan día a día. El primero (y no por orden) es la calidad del aire que respiras. El segundo es el conjunto de elecciones que realizas. Un espíritu determinista anularía de raíz la importancia del segundo, pero a Hamlet lo tenemos demasiado presente como para ignorarlo en base al dogma o a una de esas frases simples de Joan Didion. No en vano, el decision making process (o proceso de toma de decisiones) forma parte de nuestro acervo cultural. En 1670, Blaise Pascal filosofaba por primera vez -y en serio- sobre el tema. Desde entonces han proliferado los tratados, estudios o columnas en que se diserta sobre él por ser algo que pertenece al ser humano, algo intrínseco (quizás lo más sino lo único) a su propio y libre albedrío.
Es habitual leer que Shakespeare escribía sobre el poder, y no es cierto al cien por cien. En realidad, el conflicto se plasmaba siempre en el proceso de toma de decisiones de sus protagonistas, que por ser reyes -o casi- presentaba un dilema doble: el que afectaba al mismo rey y el que afectaba al otro -ese ente extraño, anónimo y mortal-. Shakespeare es sólo un ejemplo extraordinario en el conjunto de la dramaturgia, ya que existe un género especialmente apegado al decision making process: la Ópera. Más allá de bagatelas amorosas o diatribas a favor o en contra del poder, toda Ópera (incluyendo aquellas más bien bufas o humorísticas) toma como eje argumental y clímax dramático al héroe y a su proceso de toma de decisiones. La traviata, Madama Butterfly, Don Giovanni. Su lucha por el amor, la fidelidad y los sentimientos puros, constituyen una mera excusa para extirpar todo aliento a cientifismo que pudiera destilar cualquier teoría de la decisión.
Estrategas como Napoleón, así como una serie de pensadores realistas o elitistas han otorgado un carácter más noble y elevado a aquel que ha demostrado su capacidad de decidir. Sin embargo, no son muchos menos los que, como Borges en la estela de Aristóteles, han alabado la existencia de la duda como "origen de la inteligencia". El decision making process ha atravesado siglos y acontecimientos, y su emblema o fundamento ha variado desde que Pascal lo formulara por primera vez. No es lo mismo la tensión grupal y el deber ético que se desprende de Nabucco, que la orgía inmoral de Rigoletto -donde la duda deja paso al latrocinio- o el vaivén despreocupado de Eugenio Oneguin en cuyo comportamiento no hay duda, ni moral, ni castigo, premio o chanza. El proceso hasta la decisión no es el mismo en época de crisis, de luces, de conflicto bélico o social, o simplemente tiempo incierto, que es el tiempo en el que proliferan los maestros, los profetas, el villano o el que miente, y por lo tanto es el tiempo en el que toda decisión se convierte en decisión crucial. No es casual que Hamlet fuera creada en un momento incierto en el que Inglaterra se enfrentaba a una grave crisis económica y militar en la que su soberana, Isabel I, fue acusada de inacción e indecisión. Del mismo modo, la Francia de los Pensamientos de Pascal estaba sumida en un momento crítico plagado de revueltas internas que amenazaban el poder absoluto de Luis XIV y por lo tanto a Versalles como centro único de decisión. Y es que no hay momento más necesitado de personas que toman decisiones con rigor, amor y perspectiva que los tiempos de profunda incertidumbre.
Theodore Roosevelt -asumió su condición de líder en un periodo de especial dificultad- afirmó que "en cualquier momento de decisión lo mejor es hacer lo correcto, luego lo incorrecto, y lo peor es la inacción". Doy por hecho -y ningún lector lo dudará- que los tiempos que vivimos son inciertos. No son malos, ni son buenos, no es cuestión valorativa sino asunto que compete a la imposibilidad de determinar lo que acontecerá de aquí a dos años. Qué decir si este periodo se amplía a cinco años o incluso diez. Unos piden reflexión, otros más lanzados como Tito Livio argumentarán que en el caso de una "situación adversa y de escasa esperanza, las determinaciones drásticas son las más seguras". Sin embargo, no encontramos verdaderos liderazgos y las decisiones se asemejan más a las de Mao Zedong -quien fundaba muchas de ellas en el oráculo del I Ching- o a las de Richard Nixon -basaba las suyas en lo que él llamaba teoría del loco-. Nuestra realidad contiene tanto aquellas algaradas de otros tiempos como el espíritu de Shakespeare. Nuestras cabezas decisoras, tanto de aprendiz de alquimia como de Macbeth.
Macbeth vive atormentado por la culpa, por haber matado a Banquo, por haber tomado una decisión de la que no se muestra complemente convencido, es un líder sin carisma, no determinado y que se deja aconsejar erróneamente. Banquo es su antagonista, un hombre de Estado que se conduce por lo moral, por la razón y por la responsabilidad del cargo. Banquo es todo aquello que Macbeth podría haber llegado a ser de no haber tomado las decisiones equivocadas. Sólo quedaría decidir quién es el Banquo hoy en día. Eso y esperar a que la orquesta no marcara nunca el fin del personaje.