MURCIA. Los cumpleaños —los aniversarios en general— suelen visibilizar el incansable transcurrir del tiempo, que durante gran parte del día se esconde a simple vista, frente a nuestros ojos, como lo ha hecho hasta aquí en la naturaleza de diferentes palabras de este párrafo que en un ahora se encuentra en proceso de ser escrito —es jueves por la tarde y el barrio del Carmen vibra en penumbra, sus sonidos (una conversación etílica en inglés, el traqueteo de las ruedas de unos monopatines, el siseo de los motores de los vehículos eléctricos, unos tacones, el arrastrar de unas sillas, una lengua eslava) llegan amortiguados al otro lado de la pared almohadillada de la cancelación de sonido—, y en otro ahora ha sido publicado en lunes y está siendo leído por ti o no, quizás es descartado en un escrolar curioso y aguarda hierático, con su máscara comprensible que oculta su estructura electrónica, a ser otro ahora de alguien.
Si se piensa, poco hay que no deba su existencia al tiempo, pero el tiempo al que nos referíamos es el tiempo aterrador, la cinta que nos transporta al abismo de nuestra caducidad y que pese a la recurrencia de los despertadores, las jornadas interminables, las esperas impacientes o las alegrías que se consumen fosfóricas, todos ellos hechos inequívocamente temporales y comunes, no vemos a cada momento, con toda certeza gracias a un mecanismo de supervivencia de nuestro cerebro.
Por mucho que lo pretendan los eslóganes vacíos de la mercadotecnia carpe diem, la única manera de aprovechar la vida es no obsesionarse con el tiempo, porque este es una anguila y cuanto más queremos atraparlo, más se nos escurre entre los dedos. El tiempo es lo más real que tenemos, aquello que nos define y nos modela, el impulso que nos pone en movimiento, y sin embargo, es posible que no exista. En la vanguardia del conocimiento humano comienza a revelarse una verdad probable, que el tiempo sea un gran malentendido. Sin embargo, en esta ocasión vamos a hablar del espacio (principalmente).