MURCIA. La silueta oscura se deslizaba por las paredes salpicadas. El corazón siguió latiendo hasta mucho después que el cuerpo dejó de moverse. El espacio se llenó de herramientas. Un cuchillo afilado avanzaba lentamente, desgarrando los tejidos blandos y los músculos aún tensos mientras la piel pálida contrastaba con el morado de las heridas abiertas.
El chirrido agudo de una sierra resonó en la habitación, hasta que el hueso cedió a su avance implacable. Extremidades caían una tras otra, dejando la piel y los tendones rotos deshilachados, revelando los huesos partidos como ramas podadas.
El muro reflejó la sombra de un brazo agitándose en el aire. La cabeza se desprendió del torso, dejando colgajos de piel atrapados en la hoja de acero. Al final, en medio de una atmósfera nauseabunda y del olor a metálico de la sangre, el tronco, despojado de sus miembros, quedó como un bloque grotesco.
Lo aquí expuesto no es el pasaje de un relato de Allan Poe, ni una crónica forense del Instituto de Medicina Legal. Tampoco se puede decir que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, porque esta es una narración basada en hechos reales.
Sucedió en Tailandia. El mundo despertó con la mirada vuelta hacia las playas asiáticas, no por su belleza exótica, sino por el horror que se bañaba en ellas. Los días siguientes, titulares periodísticos se sucedieron vertiginosamente: