MURCIA. Cuando crees que la ves cruza la pared, y de pronto, con un chasquido, ya no es un antojo de la vista a merced de las sombras, sino una presencia auténtica que se encuentra a tu lado y a la que sin embargo no podrías atrapar. ¿A quién vas a llamar?
De los seres sobrenaturales que pueblan nuestras épocas y sus correspondientes miedos sociales, esta es la familia que más ha sufrido la aceleración de los acontecimientos hacia velocidades inhumanas: en las etapas más recientes y en otro orden de horrores, hasta los muertos vivientes han quedado atrás superados por velocísimos infectados, y estos han cedido a su vez el testigo a horrores cósmicos ya planteados hace décadas y de los que ahora se abusa por pereza en el mostrar (y explicar).
Los muertos no vivientes, esas entidades a las que en español llamamos fantasmas con una palabra emparentada con la fantasía —y ambas con el hecho de ver— parecen ser producto de otra era, de una en la que la experiencia del tiempo no era la de un futuro hipersónico que nos alcanza letal desde el mañana, y la del espacio se desarrollaba en un hogar que podíamos considerar nuestro y no de un leviatán que se traga las rentas y exige terribles sacrificios en el altar de la vivienda. El fantasma, pese a todo, sobrevive y cabe pensar que nos observa sin necesidad de sobresaltarnos más de lo que ya lo estamos: es posible que los ritmos del milenio y la hipnosis tecnológica, con sus redes apresando nuestro cerebro, lo hayan hecho más invisible que nunca, que estemos pasando por alto sus sutiles intentos de comunicarse —cuadros que se caen, voces infantiles en habitaciones vacías, mensajes en el vaho de un cristal—, sofocados por las notificaciones del espejo negro.