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El 'Viento herido' de Carlos Casares, cuentos de la galleguidad trágica

MURCIA. Atardece y se oscurece no solo el cielo: también ocurre en las personas. A veces brevemente, solo el tiempo que tardan en escampar unos nubarrones negros; otras la tormenta se instala de forma permanente como la Gran Mancha Roja de Júpiter, y sus vientos huracanados en forma de torbellino acaban por arrastrarlo todo, con paciencia, hasta que no queda nada. Desde que fuimos seres humanos y supimos cuál era nuestro destino último, comenzó a acosarnos una sombra, un fantasma que acecha en cualquier parte, siempre cerca. Un demonio familiar que gusta de sentarse en nuestro pecho cuando dormimos, que nos susurra en su idioma fúnebre al oído y nos tiñe la sangre de gris. En nuestras vidas de animal efímero se alternan episodios luminosos de sol y emoción radiantes, y reflejos en negativo en los que nos vemos por dentro e incluso los huesos. De esas radiografías han surgido, probablemente, las mejores historias: por lo que sea, de la sombra sabemos sacar un caldo amargo de palabras que nos duele y nos conmueve al pasar por la garganta. Hay lugares que parecen especialmente propicios para la aparición de estos fantasmas. Son tierras con olor a tierra mojada, a pasto, a océano eléctrico, a niebla lamiendo las piedras húmedas. En esta península que habitamos algunos, suelen encontrarse al norte, costas cantábricas y atlánticas de pesca y naufragios, de historias al calor de la lumbre. Además de los últimos especímenes de los grandes depredadores, en el norte de España sobreviven también los últimos duendes, las últimas brujas, los últimos aparecidos después de la medianoche. Quien más y quien menos ha oficiado o sido testigo de la liturgia de la queimada, o bien se ha alineado con su yo esencial paso a paso en el camino de Santiago. Galicia puede ser la última tierra encantada del país. La reserva natural de lo evanescente. Como las sombras.

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