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TODO DA LO MISMO

David Byrne: vuelve el hombre perdido dentro de un traje gigantesco

MURCIA. Unos pies calzados con zapatillas blancas avanzan hacia el escenario entre aplausos. Al llegar a la base del micrófono, la figura que ha entrado en escena deposita junto a él un radiocasete; después presiona el play. Suena un ritmo básico, los pies comienzan a moverse y con ellos, unas piernas enfundadas en un amplio pantalón color ámbar. La cámara sube, mostrándonos una guitarra acústica que se suma al ritmo que emana del radiocasete. El cuerpo se balancea y la cámara sigue subiendo hasta mostrarnos el busto de David Byrne, que mueve el cuello como si fuera una oca y mira con ojos exageradamente abiertos al público, que ahora aplaude con más fuerza porque ha reconocido los acordes de “Psycho Killer”. 

Con esta escena se abre Stop Making Sense, película de 1984 con la que Jonathan Demme demostró que filmar un concierto de rock también podía ser un arte, por más que dicha palabra siempre esté al acecho si hablamos de David Byrne. Mucho antes de instalarse en Nueva York, este escocés criado en Baltimore descubrió que, gracias al pop art, cualquier cosa podía ser arte o, dicho de otro modo, que se podía hacer arte con cualquier cosa. Ese ha sido su objetivo desde que en 1974 fundó Talking Heads, el inicio de un trayecto que le ha llevado a convertirse en uno de los artistas americanos más polivalentes de las últimas décadas. En 1986 ya apareció en la portada de la revista Time bajo el epígrafe: “El hombre renacentista del rock”. Creó un estilo propio en plena nueva ola y alimentó su apetito de evolución colaborando con coreógrafas -Twyla Tharp-, dramaturgos (-Robert Wilson- o artistas pop –Rauschenberg-. Sus innovaciones no solamente fueron musicales, sino también estéticas. Stop Making Sense forma parte de esa batería de aportaciones.

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