Cultura

Roberto Hurtado: "Escribir fue mi manera de darle voz a lo que el país calló durante décadas"

El escritor alicantino afincado en Elche publica 'Pan, fútbol y silencio' cerrando una trilogía que nació con 'El mar que respiras' y continuó con 'La última canción del verano'

  • Roberto Hurtado
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ELCHE. El escritor Roberto Hurtado (Alicante, 1976) publica Pan, fútbol y silencio (Editorial Cuadranta, 2025) cerrando una trilogía que nació sin plan previo, casi como un acto de escucha. Tras El mar que respiras y La última canción del verano, esta nueva novela indaga en la memoria íntima y colectiva de un país marcado por silencios heredados. El viejo campo de Altabix, el Elche de posguerra y las vidas anónimas que sostienen la historia sirven como escenario para una reflexión profunda sobre lo que callaron quienes nos precedieron, y sobre la necesidad (moral y afectiva) de recordar.

Pan, fútbol y silencio cierra un ciclo narrativo. ¿Tenía desde el principio la idea de construir una trilogía o fue algo que surgió de manera natural?

— No fue una decisión planificada, sino una consecuencia natural. Las historias fueron llamándose unas a otras, como si compartieran una misma respiración. El mar que respiras nació de la necesidad de poner voz al silencio; La última canción del verano, de la pérdida y el deseo, y Pan, fútbol y silencio, de esa pregunta abierta sobre qué hacemos con lo que callaron quienes nos precedieron. Cuando terminé esta última, comprendí que en realidad había estado escribiendo tres variaciones de una misma melodía.

— ¿Qué hilo invisible une estas tres novelas más allá de los personajes o las tramas?

— La memoria. Pero no la memoria como ejercicio histórico, sino como latido moral. Lo que une las tres novelas es esa búsqueda de sentido en los gestos cotidianos, en la bondad anónima de la gente común. Escribir sobre ellos es mi manera de agradecer su resistencia, su capacidad de seguir adelante sin aplausos.

— ¿Qué le ha enseñado este recorrido sobre la memoria, el tiempo y los silencios?

— Que el tiempo no cura nada si no se recuerda. Y que la memoria es una forma de justicia. España ha avanzado, pero aún arrastra un eco de pudor, como si recordar fuera un riesgo. Lo que me ha enseñado este ciclo es que el silencio puede proteger, pero también puede enfermar.

— ¿Qué significa para usted cerrar un ciclo literario? ¿Se siente más ligero, o más consciente del peso de lo que ha contado?

— Más consciente. Cerrar un ciclo no aligera, más bien asienta. Uno comprende que cada historia ha sido una manera de entenderse, de reconciliarse con lo que no se pudo decir a tiempo. Escribir estas tres novelas ha sido mi forma de mirar atrás sin miedo.

— Hay una pregunta central sobre qué hacer con lo que callaron quienes nos precedieron. ¿Diría que toda su literatura nace de esa inquietud?

— Sí. Toda mi literatura nace de la herencia del silencio. Crecí escuchando medias frases, nombres que no se pronunciaban, recuerdos interrumpidos. Escribir fue mi modo de completarlos, de ofrecerles una voz. Lo que callaron no desapareció: se transformó en materia narrativa.

— ¿Por qué cree que el silencio (familiar, político, social) ha tenido tanto poder en la historia reciente?

— Porque fue un modo de sobrevivir. Durante décadas, callar fue sinónimo de prudencia, y la prudencia se confundió con el olvido. Pero los silencios se heredan, y cuando se acumulan demasiado, terminan pidiendo ser contados.

— ¿Se puede escribir desde el silencio sin caer en la nostalgia?

— Sí, si se escribe desde la compasión. La nostalgia mira hacia atrás con tristeza; la compasión lo hace con comprensión. No se trata de idealizar el pasado, sino de mirarlo a los ojos y entender por qué seguimos siendo hijos de él.

— ¿Qué diferencia hay entre el silencio que protege y el que destruye?

— El que protege nace del amor; el que destruye, del miedo. Hay silencios que salvan, como el de quien calla para no herir. Y otros que devoran, como los que esconden la injusticia o la culpa.

— En esta novela, el fútbol es mucho más que un telón de fondo. ¿Qué le llevó a situar la historia en torno al campo de Altabix y al Elche de posguerra?

— Porque el fútbol, en aquel tiempo, era el espejo donde la gente se reconocía. El viejo campo de Altabix fue un refugio colectivo. Allí no se hablaba de política ni de guerra: se respiraba comunidad. Quise escribir sobre esa periferia humana que sostenía el alma del equipo sin saberlo.

— ¿Qué tiene el fútbol, y en concreto el fútbol modesto, que le permite reflejar mejor que nada el espíritu de una época?

— La épica de lo cotidiano. En el fútbol modesto no hay estrellas, hay vecinos. Es el territorio de la esperanza razonable, del esfuerzo que no siempre se premia. Y eso lo hace profundamente humano.

— ¿Cree que el fútbol conserva hoy algo de esa épica íntima que atraviesa la novela, o la ha perdido entre el ruido y el negocio?

— Queda poco de aquella épica, pero aún persiste en los márgenes: en los campos de tierra, en los equipos de barrio, en los aficionados que siguen yendo al estadio por costumbre o por amor. El fútbol moderno ha ganado brillo, pero ha perdido alma.

— Elche aparece en Pan, fútbol y silencio como un personaje más. ¿Cómo se construye literariamente una ciudad que existió, pero que ya no es la misma?

— Con respeto y con oído. Hay que escuchar cómo suena una ciudad antes de describirla. En la novela intenté reconstruir ese Elche que crecía hacia fuera pero aún conservaba la voz del pueblo, del trabajo, de la mezcla. No lo hice como quien dibuja un mapa, sino como quien escribe una carta de amor.

— ¿Cómo trabajó la documentación para recrear la atmósfera de los años cincuenta? ¿Hubo algún hallazgo histórico o emocional que le marcara especialmente?

— Hablé con muchas personas mayores, visité archivos y, sobre todo, escuché. Los testimonios más pequeños son los más reveladores. Uno de ellos, el de Miguel Quirant padre, me conmovió: me habló de los viejos canales de conducción de agua bajo el campo de Altabix, por los que, según contaban, los críos se colaban antiguamente. Eran tiempos en que no solo se saltaban vallas, sino también los límites de la inocencia. Esos recuerdos, de tierra y de polvo, dieron verdad a la ficción.

— ¿Escribir sobre la posguerra es también una manera de preguntarse por el presente?

— Siempre. Escribir sobre el pasado es la forma más honesta de entender quiénes somos. Las heridas cambian de forma, pero siguen abiertas. Lo que fue miedo entonces, hoy es desconfianza. Y la literatura, si sirve para algo, es para nombrar esas continuidades.

— En su obra hay siempre una tensión entre la memoria individual y la colectiva. ¿Dónde empieza una y acaba la otra?

— No hay frontera clara. La memoria personal es una grieta de la colectiva. Lo que recordamos a solas pertenece, en el fondo, a todos. En mi caso, lo familiar y lo histórico se confunden: escribo desde lo íntimo para entender lo común. En ese sentido, la Cátedra Pedro Ibarra de la UMH ha sido una fuente inagotable de información y de memoria viva.

El entusiasmo de Miguel Ors por rescatar y dar voz a personajes olvidados (o casi) como Pere Efesé o Julio María López Orozco, ha sido un estímulo esencial. Crear personajes inspirados en ellos fue un acierto: permite que el lector investigue, lea, se documente, y que la literatura se convierta también en un puente hacia la historia real de la ciudad.

— ¿Qué le gustaría que esta trilogía aportara al lector contemporáneo?

— Conciencia. Que al cerrar los libros el lector sienta que algo de esa época sigue vivo en su propia vida. No busco moralejas, sino ecos. Si mis personajes consiguen que alguien recuerde a su abuelo, a su vecina, a una historia que no se contó, entonces el trabajo está hecho.

— ¿Cómo se enfrenta a la idea de olvido (personal o colectivo) desde la escritura?

— Con humildad. No se puede escribir contra el olvido, solo a su favor. La literatura no vence el tiempo, pero lo ralentiza. Es una forma de acompañar lo que desaparece, de que no se marche del todo.

— Después de tres novelas tan intensas, ¿qué siente que ha aprendido sobre la condición humana?

— Que la bondad no necesita épica. Que resistir sin ruido es una forma de heroísmo. Y que todos, en algún momento, necesitamos ser recordados por alguien.

— ¿Le tienta explorar otros territorios narrativos o siente que todavía hay más que decir sobre la memoria y sus grietas?

— La última canción del verano ya abría esa puerta: es la historia de un primer amor, pero también de la relación con un padre que no está. Quizá representa otro tipo de memoria colectiva, más actual, la que nace de las emociones contenidas, de lo que esconden la rabia y la tristeza, y de cómo las combatimos sin darnos cuenta.

Esa novela fue, en cierto modo, la más íntima de todas, y me enseñó que la memoria no siempre tiene que ver con la historia, sino con lo que uno siente al recordarla. La próxima historia irá por otro camino: quizá por los paisajes de la mente, por aquello que uno puede llegar a imaginar. Será otra forma de explorar la verdad, aunque desde lugares menos visibles. Pero eso, como suele decirse, ya es otra historia.

— ¿Ha encontrado alguna respuesta a la pregunta que recorre su obra? ¿Qué hacemos con lo que callaron quienes nos precedieron?

— Tal vez escucharlo. No para juzgar, sino para entender. Lo que callaron nos pertenece tanto como lo que dijeron. Y escribir, al fin y al cabo, es eso: intentar que sus voces, por fin, respiren.

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