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Cine sin ideología, esa entelequia

MURCIA. Andan estos días los y las representantes de ese partido de extrema derecha que no quiero nombrar atacando a la cultura por tierra, mar y aire y diciendo cosas como que la van a librar de ideología. En octubre pasado, uno de estos individuos, vicepresidente de la Junta de Castilla y León, ya avanzó que querían en la Seminci (Festival de Cine de Valladolid) “un cine sin ideología”. Está claro, y todas lo sabemos, que lo que quieren decir es que sean películas que no hablen de derechos humanos, de minorías, de justicia social y esas cosas vitales y justas que tanto desprecian y a la que llaman, ay, productos de la “ingeniería social de género y verde”. Como si hubiera un cine, o cualquier cosa (excepto las pasiones y los instintos), sin ideología, en fin.

Hagamos lo que se suele hacer en estos casos y vayamos al diccionario de la RAE: “Ideología: Conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político, etc.” De semejante explicación podemos colegir que lo que surge del pensamiento, como una novela, una película o una obra de teatro, no puede estar exento de ideología. Pero lo perverso del asunto es que esa idea aparentemente extravagante no es algo que proceda exclusivamente de ese partido. Es un concepto de honda raigambre que está, en parte, tras los mantras de “yo solo quiero al cine a divertirme” o “no quiero películas para pensar”, mantras que no operan para la literatura o para el teatro, solo para el cine, gracias, en gran medida, a su altísimo componente industrial.

Parece que las películas solo tienen ideología cuando cuentan determinadas historias, sus relatos incomodan y nos recuerdan realidades que no queremos ver o proceden claramente de miradas progresistas. Si denuncian la pobreza, la discriminación o la injusticia. Si hay discurso de clase, raza o género explícito, como si las películas protagonizadas por ricos, blancos y hombres no lo tuvieran. Normalmente, ese deseo de ir al cine a no pensar implica ir a ver un producto comercial de Hollywood, bien en modo comedia más o menos disparatada o, sobre todo, película de acción y efectos especiales llena de persecuciones, explosiones y señores, a veces en mallas (Marvel) y a veces no (Fast and Furious), corriendo de acá para allá.

Cuando el cine se convirtió en un gran fenómeno de masas y Hollywood en el centro de la producción, determinadas maneras de contar en imágenes y unos cuántos argumentos acabaron convertidos en norma, o, mejor dicho, en lo normal, como si hubiera una única forma de hacer cine y contar algo. Y así, cuando, por ejemplo, llegó el Neorrealismo de Italia, tras la Segunda Guerra Mundial, con historias que antes no se habían contado, con obreros, parados, pescadores y gente pobre en general como protagonistas y con su denuncia de la desigualdad y la injusticia aquello parecía profundamente ideológico, porque no era lo normal, lo que se veía en las pantallas habitualmente.

Y así, por poner ejemplos actuales sin necesidad de ir al cine autoral, En los márgenes (Juan Diego Botto, 2022) parece mucho más ideológica que Padre no hay más que uno (Santiago Segura, 2019). La primera tiene, claramente, la intención de denunciar y hacernos pensar, cierto, mientras que la segunda solo quiere divertir y ganar mucho dinero en taquilla, pero no por su intención una es más ideológica que otra. O ¿acaso no hay una forma de entender la familia, el matrimonio, la paternidad, las relaciones, la masculinidad, la educación, el papel de la mujer o el orden social en la de Segura?

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