El Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITECO) ha puesto fecha al arranque de un proyecto que, más allá de cifras y papeles, busca devolverle el aliento a un paisaje castigado. Hablamos de más de 117.000 metros cuadrados de dunas distribuidos en quince enclaves de La Manga del Mar Menor. Una intervención que se desarrollará en dos fases, con una inversión de 1,06 millones de euros y un calendario de ejecución previsto de 24 meses. Todo ello, enmarcado dentro del Marco de Actuaciones Prioritarias para Recuperar el Mar Menor (MAPMM).
La primera fase podría empezar ya en 2025. Será algo así como una prueba piloto en el tramo que va de Playa Chica a Playa Veneziola. Una especie de ensayo con la naturaleza como aliada y como juez. El objetivo: observar cómo responde el entorno, ajustar métodos y, si todo va bien, replicarlo después a mayor escala. Eso sí, la actuación se limitará estrictamente al dominio público marítimo-terrestre. Ni un metro sobre suelo urbanizable privado.
La verdad es que La Manga lleva años viendo cómo sus sistemas dunares desaparecen. En silencio. La urbanización desenfrenada arrasó con lo que antes era una barrera natural contra la erosión marina y el hogar de especies que no crecen en ningún otro lugar. Hoy, ese equilibrio está roto: 92 especies vegetales invasoras -algunas tan agresivas como la Acacia o la temida Uña de Gato- han colonizado estos espacios, desplazando sin miramientos a las autóctonas.
Para tratar de revertir este desequilibrio, el MITECO prevé eliminar casi mil ejemplares de especies invasoras, entre árboles y arbustos, y unas 270 plantas herbáceas. Además, intervendrá en 23.000 metros cuadrados más, donde también crecen especies que, sin ser invitadas, se han adueñado del paisaje.
Pero no todo será arrasar. Al contrario. El alma del proyecto está en plantar vida: más de 107.000 ejemplares de flora dunar autóctona volverán a echar raíces aquí. Nombres que suenan a salitre y a tierra: oruga de mar, hinojo marítimo, azucena de mar, campanilla de mar… y sobre todo la esparraguera del Mar Menor, una joya botánica que solo vive aquí y que, por si fuera poco, está en peligro de extinción.
Además, se instalarán 14,5 kilómetros de vallado blando -esos cercados con postes de madera y cuerdas que no gritan, pero protegen- y 5,8 kilómetros de captadores de arena hechos con mimbre, casi como costura fina para ir recomponiendo poco a poco la forma natural de las dunas. Unos quince paneles informativos ayudarán a explicar a vecinos y visitantes por qué todo esto importa. Porque sí, a veces hace falta contar las cosas para que vuelvan a importar.
Restaurar para resistir
Y es que este no es solo un proyecto para embellecer el paisaje. Es un escudo. Las dunas funcionan como almacenes naturales de arena, capaces de amortiguar el golpe de los temporales y frenar la regresión del litoral. Y la vegetación que se plantará no está ahí solo para lucir bonita: fijará CO₂, ayudará a estabilizar el terreno y reforzará la capacidad del ecosistema para resistir el envite del cambio climático.
Para proteger este esfuerzo, se limitará el paso de personas y vehículos en las zonas restauradas, al menos durante el tiempo necesario para que la naturaleza haga su parte. La esperanza es que esa combinación de protección, revegetación y sensibilización devuelva algo muy valioso: un hábitat frágil pero vital, cada vez más raro en el Mediterráneo y que la Unión Europea ya considera de interés comunitario.
La regeneración dunar de La Manga no es solo una obra pública. Es una forma de reconciliación con lo que fuimos y con lo que aún podemos ser. Es decirle a un rincón herido que aún estamos a tiempo. Porque en medio del hormigón, de la prisa y de la desmemoria, aún hay lugar para detenerse, mirar hacia atrás… y plantar futuro.
