Murcia Plaza

LA LIBRERÍA

Carta de amor a Maiakovski en la era del metaverso

MURCIA. Dos personas abandonan una casa en la que han vivido mucho, durante mucho tiempo. Esa casa se encuentra en una avenida sanguínea de la ciudad, como puede ser, por ejemplo, Pérez Galdós. Esa casa, un piso en realidad, es adquirida por el nieto de un exiliado de la Guerra Civil que encontró en la Rusia soviética un segundo hogar. Aquel hombre, español emigrado, hizo su vida y transfirió su apellido, pongamos que es Mateu, primero a sus hijos, y después a sus nietos. Uno de esos nietos, digámoslo así, acabó de vuelta en Valencia, hizo suya esta tierra, no olvidó a su abuelo, compró una casa en una avenida que puede ser Pérez Galdós, y halló en ella una biblioteca fascinante que los inquilinos previos quisieron dejar atrás, porque en la vida, a veces, hasta lo que se ha atesorado con más ganas acaba resultando una carga, hay que estar en la situación para entenderlo, incluso hay que cumplir ciertos años para verlo normal, razonable, deseable. En esa biblioteca se da la circunstancia que se alojaban antologías de poesía rumana, húngara, polaca, y también muchas historias de los grandes autores rusos, vaya casualidad: los habitantes del piso apreciaban de un modo muy singular la literatura del otro lado del telón de acero. Ese nieto de valenciano rusificado, por lo que parece, tiene un amigo a mano que siente lo del mal llamado Este —porque la Tierra es una esfera en la que estas referencias tiene tan poco sentido como el arriba o el abajo a poco que nos alejamos y nos situamos en el universo— como suyo sin saber muy bien por qué, y decide, en un acto de bondad maravillosa, no vender concretamente esos libros al librero de viejo que quiere ofrecerle un ajustadísimo precio cerrado por los cientos (¿miles?) de libros de la librería, y en su lugar prefiere regalárselos, porque quiere que alguien los disfrute cómo se merecen. Existe el altruismo, ¿verdad que sí?

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