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'Ahorita', apuntes de Martín Caparrós sobre el fin de la Era del Fuego

MURCIA. La familiaridad es tal que se ha convertido en un elemento engorroso: los mecheros se exhiben tristes en bandejas de plástico convertidos en el último recurso del inmigrante que vende de forma ambulante en las terrazas de los bares para ganarse la vida, un objeto demasiado común que se canjea con una moneda de un euro, la unidad estándar de la solidaridad desganada. La llama original ha sido producida en serie y encapsulada, revestida de colores chillones, de texturas mate, de banderas y dibujos y acabados metálicos reflectantes. De tan habituales, estas pequeñas centrales flamígeras no se conservan con celo: se prestan, se apoyan sobre una mesa, acaban en bolsillo ajeno, se pierden. Llegan otras nuevas. Muy atrás en los albores de la humanidad quedan el chispazo y el incendio que nos abrieron la puerta a una nueva vida mucho más acogedora y esperanzadora: una vida de luz en las tinieblas, de calor en el que refugiarse en las últimas horas de la jornada. El fuego nos hizo como somos: nuestra prosperidad como especie es la historia del dominio del fuego. Ningún otro animal es capaz de producirlo, de conducirlo, de confinarlo o de liberarlo para desatar su poder devastador. Somos hijas e hijos de la Era del Fuego, del mismo fuego que ha ido desapareciendo de nuestros hogares ante el decidido avance de la velocísima electricidad, pero que se toma la revancha arrasando selvas meridionales y bosques boreales. Los tiempos cambian, con ellos, las necesidades. Dicen que ante la incapacidad de las vitrocerámicas, diseñadas para ser limpias y poco más, ha aumentado la demanda de fogones. La electricidad corre invisible por las paredes de nuestras viviendas dando vida a las máquinas en que delegamos parte de nuestras tareas, pero como un buen fuego para cocinar, no hay nada. Pese a ello, la batalla está perdida: el fuego del hogar se extingue.

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