MURCIA. Enfrascados en las batallas inocuas del día del día, parece que el futuro se va nublando. Frente a la desmovilización por el tiempo que vendrá, por un mundo mejor y compartido, Marina Garcés propone como herramienta política la promesa, "que habla del futuro pero es una acción de presente". La filósofa y ensayista despliega el potencial de esta figura en El tiempo de la promesa (Anagrama, 2023). Atiende a las preguntas de Culturplaza.
- Hay una frase que, de alguna manera, puede ser uno de los pilares de tu tesis en este libro: “Somos hijos de las promesas que no hemos hecho”. Desarróllalo, ¿qué quiere decir esto exactamente?
- A mí me interesa mucho pensar en cómo la promesa va más allá de las promesas que hacemos o que no hacemos. Hay una cosa evidente, que es que tal vez estamos en un tiempo en que tendemos a hacer pocas promesas porque hay mucha incertidumbre, porque hay poco sentido del compromiso, porque no sabemos cuáles son nuestros vínculos. Esto es una primera capa. Pero después también quería pensar en cuántas promesas están operativas, aunque sea bajo la forma de la decepción (promesas de emancipación, de mejora social, etc.), y a la vez, hay otras que siguen funcionando de manera muy fuerte y cómo el capitalismo mismo sigue siendo una estructura de la promesa, que no sabemos muy bien quién ha hecho, pero que todos reproducimos. En este doble nivel de la promesa pienso que se pueden leer muchas cosas de nuestro tiempo y de nuestra historia.
- Ya en Nueva Ilustración Radical apuntabas que, contra todas las trincheras desplegadas en el territorio del presente, quizás la batalla real está precisamente en la construcción del futuro.
- Nueva Ilustración Radical acababa con un epígrafe muy corto que decía que “quizás no tenemos tiempo pero no podemos perder el tiempo”. Esta pérdida del tiempo no es solo la distracción, sino que también somos expropiados de tiempo en el sentido que no podemos imaginarlo: olvidamos los pasados y se fragmentan los presentes en este inmediatismo y presentismo, en el tiempo fracturado, el del accidente, el de la incertidumbre, etc. Y además, nos desacoplamos de cualquier imaginario de futuro que no sea utópico o distópico (o la catástrofe o la salvación). Esto es una ruptura, una devastación, una destrucción del tiempo. No como tiempo cronológico, sino como elaboración del tiempo vivido. Donde no podemos elaborar los tiempos que vivimos, solo podemos reaccionar o responder, o ir detrás de un tiempo que va pautado.
- Resaltas varias veces en el libro la diferencia entre promesa y proyecto. ¿Cuál es?
- El proyecto es la estructura dominante de nuestra relación con el tiempo. Proyectamos, no solo en el sentido de emitir proyecciones, sino que damos forma de proyecto a todo aquello que hacemos: desde nuestros trabajos y vidas laborales, que se encarnan en una forma incluso burocrática, hasta los proyectos sociales y la vida misma, que la entendemos ahora como una colección de proyectos (un hijo es un proyecto, una relación es un proyecto…). Todo tiene esta configuración.
Lo que es interesante del proyecto es que no es una manera cualquiera de dar forma al futuro, porque incluso la burocracia lo ha hecho suyo. En el proyecto están presente las tareas, los objetivos y unos resultados. En el fondo, la lógica del éxito y el fracaso domina la estructura del proyecto. Claro, cuando esta es la manera en la que vivimos por defecto respecto a aquello que hacemos y deseamos, se quedan en los márgenes otras maneras posibles de enunciar el futuro.
- Señalas que esa idea señalada por Mark Fisher que dice que, en la sociedad actual, es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, se ha enquistado mucho. Hace unos días se cumplían siete años desde que Fisher murió. ¿Debemos empezar a problematizar este marco?
- A mí el que me interesaba de la figura de la promesa es que habla del futuro pero es una acción de presente. Es decir, la promesa es una palabra que rompe con el presente, que se encarna en él, que genera vínculos, compromisos y recuerdos en un presente deseado, vivo; y que por lo tanto es capaz de relacionar presentes y futuros y reunir en una sola acción libertad y compromiso.
Creo que en estos momentos precisamente hace falta esto contra toda esta auto-evidencia del futuro como condena y del futuro como inimaginable. La promesa la presento como una figura de la imaginación, e incluso la promesa más íntima y más banal y más cotidiana es una figura de la imaginación política porque implica una manera posible de imaginar los vínculos con otros.
Ha habido unos años de una denuncia, desde la estética hasta la política, del no-futuro, porque era contra unos futuros establecidos por un sistema capitalista dominante. Ahora, para mí, se ha girado: la ideología del no-futuro hoy es la ideología del poder. Así que tenemos que invertir la crítica. Manteniendo una posición (evidentemente) crítica con los mercaderes de salvaciones y las tecnoutopías, las religiones y las políticas identitarias. Pero, desde el pensamiento crítico, también tenemos que poder pensar cómo nos relacionamos con aquello que está para hacer, para desear y vivir.
- En una entrevista para este diario en 2019 hablabas de “un aparato cultural que contribuye a la sensación de que solo queda esperar la catástrofe”. Pero, de repente, llega la pandemia y la sociedad se encuentra con una distopía en la puerta de su casa. ¿Cómo se reconfigura la lectura sobre ese aparato cultural a partir del coronavirus?
- Hablamos demasiado poco de la pandemia. Quizás todavía estamos demasiado cerca y seguimos en shock, pero es importante empezar a afilar el tiempo de aquello vivido y, por lo tanto, no dejar estos vacíos que, en el fondo, lo que crean es una inquietud muy grande. El otro día recordaba con unos compañeros una temporalidad que ha quedado tapada con la pandemia, otoño de 2019. Hubo batería de revueltas y movimientos a niveles locales y globales de muchos tipos: 2019 es el 8M y la huelga feminista, es Chile, es Cataluña, es Fridays for Future… Hay como un rebrote de un 2011 diferente, con otros actores, otras corporalidades, y con el planeta también presente de una manera que ya no es la globalización. La pandemia fue una bisagra, un punto de inflexión en aquel escenario. No estábamos en la nada, no estábamos en el mundo a la deriva y todos deprimidos. Entonces, ¿como recuperar esta memoria? Pues no como una memoria muerta, sino a la inversa, como unas latencias que la pandemia interrumpe, pero a la vez no interrumpe en su dinámica, pero a la vez también acentúa algunos de estos elementos.
Porque, por ejemplo, la pandemia no se puede entender sin la crisis climática y todo la cuestión del mercado global y el consumo.
- El pensamiento conservador tiene como base la promesa y como enunciadores un dios, una patria y una nación. Pero el pensamiento revolucionario, que espera la promesa desde los movimientos populares, tiene una base que es mucho más frágil, que tiende a oscilar y a cambiar en diferentes contextos. ¿Reconoces esta diferencia de fragilidad?
- Una de las caras actuales de la promesa es la posición neoreaccionaria. Siempre ha habido reacción, pero diríamos que tiene una nueva fuerza y unas nuevas maneras de comunicarse, de significarse, y de generar también sus propios mundos, a través de TikTok y otras herramientas que no son las del señor conservador que va a misa y predica orden y contención. Más bien reina ahora una extrema derecha o un conservadurismo desbocado, descarado, ayusista… Toda esta cosa tan loca que funciona muy bien en términos de promesa.
Cuando hay desesperación, hay un tipo de fuerza que es el que analizo en el libro como promesa soberana, que se puede volver a presentar como una herramienta de salvación del tipo que sea. Pero las hay muy conocidas: la religión, los liderazgo político fuertes, las masculinidades tradicionales, las feminidades tradicionales… Claro, es más difícil rastrear el tiempo de la promesa de las revoluciones, de la emancipación, de la transformación social. Su memoria es más frágil y más inestable, más intermitente porque no tiene el argumento del poder.
El argumento del poder es muy potente. Si yo puedo presentar y puedo hacer creíble que puedo prometer que reconstituiré la nación americana, es un anuncio performativo como cualquier otro, pero es más efectivo. El tiempo de la creación de aquello social, el tiempo de la construcción colectiva, el tiempo de la conversación pública, o el tiempo de la deliberación, tienen una mezcla de riqueza y de complejidad, de fragilidad y de intermitencia, que hace más sutil su trabajo, y por tanto, más cuidadoso y más difícil.
- Para no ser tan agoreros, ese promesa soberana —tal y como apuntas— contiene el pensamiento crítica desde la amenaza. Pero la amenaza tiene unos límites, y eso puede ser una grieta esperanzadora.
- De hecho, ninguna de las tres grandes promesas soberanas que han estructurado la civilización de base occidental tal y como la hemos conocido (la salvación divina, la protección del Estado, y el crecimiento imparable de la riqueza capitalista), se han cumplido. Por lo tanto, son tres grandes promesas de tres grandes poderes fallidos. Que sean fallidos no quiere decir que no sigan operando, y esto también es interesante. Hay instituciones zombis, figuras del poder que siguen rigiendo a pesar de que no funcionan. Nunca ha habido una conciencia tan clara y tan amplia socialmente de que el capitalismo no funciona. Porque ya no genera ni más bienestar, ni más riqueza, ni más crecimiento, y se está topando con los límites de un planeta definido y con unas desigualdades insoportables. Vivimos bajo la paradoja de un poder que sigue siendo poder sin funcionar, en realidad.
- Hablar de promesa es hablar de vínculos. Y en este terreno, se necesita un trabajo de imaginación y pensamiento crítico para no reproducir “cuidando vínculos” relaciones de poder que reproducen desigualdades.
- Para mí, la gracia de la promesa es que es un enunciado dicho en presente que se vincula con un futuro a través de una doble acción, que es crear un vínculo (porque se dirige a alguien, aunque este alguien pueda ser abstracto), y hacer de este vínculo un compromiso. Claro, lo importante es que nos permite preguntarnos qué vínculos y por qué. Hay promesas heredadas, promesas que no hemos hecho y que siguen orientando el tiempo común, este tiempo y estas maneras de vivir que no hemos cuestionado y que, por lo tanto, tienen que ser revisadas: quién hizo esta promesa, en el sentido político, de dónde sale, etc.
También hay que preguntarse por la legitimidad de romper aquellas promesas no legítimas. Revisar la promesa, poderla someter, también, a una nueva mirada, porque un vínculo creado no es una ley natural, es una acción política. Por lo tanto, como toda acción política, puede ser revisada, discutida y cuestionada. Y esto tanto a nivel colectivo, social y político, como a nivel personal.
- Hay espacios políticos que, desde posiciones identitaristas, plantean un escenario muy obtuso sobre el quién puede enunciar una promesa. Pienso en el feminismo transexcluyente o en algunos espacios del comunismo reaccionario. ¿De qué manera podemos formular las preguntas que planteas sin caer en estos identitarismos?
- Está bien que utilices identidarismo más que identidad, porque identidades hay muchas y nos constituyen (o no), igual que las promesas, en función de cómo también nos permiten relacionarnos (o no) con determinadas ideas. El identitarismo es cuando la identidad se convierte en un lugar de repliegue que se rige desde la violencia, la desorientación, la represión y la impotencia. Son espacios que se permiten decir “somos nosotros”, sin tener que construir ni discutir qué somos nosotros.
La promesa entendida como creación de un posible que no había, o como la elaboración de un tiempo común que no está escrito, es precisamente este nosotros que no está nunca hecho del todo; aunque evidentemente recupere y reelabore experiencias colectivas de muchos tipos, entre ellas elementos de identidad.
- Cuentas en el libro que una de las características de la promesa es la posibilidad del fallo, del error, entendiendo la promesa como una obligación libre. ¿Qué potencial político tiene esto en un mundo que, desde la urgencia y la prisa, penaliza el doble el error?
- El lado fallido de la promesa tiene muchas caras que también son muy interesantes. Está, evidentemente, la falsa promesa como engaño construido con la retórica de la promesa, que no es tanto error como engaño, y que podemos ver en el centro de la comunicación política actual.
Pero después hay esta otra cara, que es la propia fragilidad de la promesa. La promesa es una palabra que se inscribe en el tiempo. Y el tiempo quiere decir precisamente la temporalidad, la contingencia, la incertidumbre, la fragilidad de nosotros como seres que vivimos en el tiempo, también. Por lo tanto, en aquello que puede cambiar y que se puede desviar, ¿cómo acoger la incertidumbre, que hemos convertido en nuestra enemiga? Cuando decimos “son tiempos inciertos”, queremos decir peligrosos, amenazantes. Pero la incertidumbre es un hecho que está aquí desde la física hasta la biografía, en cualquier condición que no sea absoluta, y nunca están exenta de ella los asuntos humanos. Por lo tanto, es muy interesante acoger la incertidumbre de una manera que no sea solo defensiva y basada en el miedo sino asumir la posibilidad de la quiebra, del error, de la desviación, de la interrupción, de una manera que no sea entendida solo como un fracaso.
- ¿Puede entonces ser lo contrario, un potencial?
- También. El otro día escuché en un podcast una frase muy bonita de Joan Fontcuberta, el fotógrafo. Le preguntaban por qué tipo de verdad genera la inteligencia artificial, a partir de la ola de imágenes falsas. Él contaba que toda la vida la imagen ha jugado con la ilusión, con el engaño (él mismo lo hace). Decía que el problema realmente no es la falsedad, sino que, con la inteligencia artificial, hemos dejado de abrazar lo imprevisible.
La promesa, con todo lo que tiene de aparentemente contundente, abraza lo imprevisible. Si falla, la promesa nos hará daño, porque es una enunciación del deseo. Pero abrazar lo imprevisible es la única manera de vivir que no sea creando espacios paranoicos de seguridad, que es como vivimos hoy, tanto en las vidas personales como en los estados. La promesa es un enunciado que parece querer saber qué pasará, y que realmente es una herramienta con la que abrazar lo imprevisible.
- Hablando de la inteligencia artificial, en el libro también está presente. Planteas que, al ser producto de los desechos, de las ruinas del conocimiento siempre en pasado, pueden predecir, pero nunca generar un futuro, crear. ¿Tenemos que empezar a acotar los pensamientos fatalistas de las consecuencias de la inteligencia artificial en el futuro? ¿No es ese apocalipsis una visión demasiado tecno-optimista?
- Sí, claro, de hecho la inteligencia artificial se ha convertido casi en un nuevo personaje mitológico al que le atribuimos todo tipo de poderes mágicos porque los humanos somos así. Como cuando tenemos un amuleto y nos pensamos que llevándolo nos hará mil cosas, tenemos esta capacidad de atribuir poderes a cosas que no lo tienen. Por mucha potencia que tenga un algoritmo y se modifique constantemente a sí mismo, solo está procesando datos que recibe, no inventa. No hace un salto en el vacío, que es una cosa que la mente humana, al menos hasta donde entendemos cómo funciona, sí es capaz de hacer.
Por lo tanto, cabe esa diferencia entre predecir y prometer. Hay una gran distancia entre aquello que nos podemos regalar, dándonos la palabra y el tiempo, y lo que podemos esperar de ese lugar donde hemos puesto todas esas expectativas de salvación, cuando lo único que hace es generar predicciones más o menos acertadas a partir de pasados.
En el fondo, hay una desesperación de obtener respuestas ante todo. La pregunta filosófica y política para mí es, en el fondo, ¿por qué tenemos esta expectativa nuevamente de que algo puede saberlo todo? No soy ni tecnofóbica ni tecnoutópica, sencillamente hay que poner las cosas en su lugar y que sirvan para cosas útiles, interesantes y buenas.