Paisajes de montañas escarpadas, huertos que desafían la gravedad, playas rocosas y bosques milenarios hacen de este archipiélago un lugar único en el mundo
28/01/2024 -
MURCIA. Me gusta viajar en ventanilla, pegarme a ella en el momento del despegue y del aterrizaje, o cuando quiero evadirme del mundo mirando a ese cielo infinito. Y así estoy ahora, pegada al cristal contemplando la isla de Madeira, que emergió de las aguas hace cinco millones de años fruto de una erupción volcánica. Se me antoja fragante, exótica y misteriosa, como quizá la vieron Joäo Gonçalves Zarco y Tristäo Vaz Teixeira cuando en 1418 descubrieron este pedazo de tierra en medio del océano Atlántico. Llegaron a Porto Santo y, un año después, descubrieron esta otra isla a la que apodaron Madeira por la abundancia de esta materia prima. Yo llego por aire, al Aeropuerto Internacional Cristiano Ronaldo, una minúscula franja de hormigón encajada en un acantilado que termina en el mar, al que nos aproximamos como un pájaro acechando a su presa, y en cuya pista nuestro avión clava las ruedas en un aterrizaje solo apto para pilotos experimentados. Los pasajeros aplauden con un júbilo exagerado y yo sonrío: ¡por fin estoy en Madeira!
Por delante tengo unos días para descubrir por qué Madeira ha sido elegida en numerosas ocasiones como mejor destino insular de Europa —y del mundo— por los World Travel Awards, pero también para recorrer sus paisajes, descubrir su cultura y empaparme de su historia, marcada por la caña de azúcar en un primer momento y, en un segundo, por los vinos fortificados, famosos hoy en todo el mundo (para más información leer el artículo la isla de viñedos imposibles y vinos con carácter). Eso será mañana, porque la noche cae y apenas tengo un rato para pasear por Funchal, la capital, y disfrutar de una cena informal en la terraza de mi alojamiento, el Vine Hotel, bajo la luz de la luna y sobre una ciudad que ya duerme.
El jeep que me lleva a descubrir la costa norte se aleja de Funchal para descubrirme un paisaje verde dibujado por acantilados y bosques frondosos. La lluvia de la mañana ha elevado el olor a naturaleza, a vida y a tradición, esa que mantienen los agricultores en huertos que desafían la gravedad, trabajando a pulso muros de piedra que se elevan en laderas imposibles gracias a terrazas donde la vid crece fuerte junto a otros cultivos. Un paisaje creado por la mano del hombre en su afán de prosperar económicamente, pues aquel impenetrable bosque fue destrozado para el cultivo y la creación, en el siglo XVI, de canales de riego que transportaran el agua desde la lluviosa costa norte hasta la costa sur, más árida. Esa red de canales se extiende a lo largo de 1.500 km, son las denominadas levadas, patrimonio natural de Madeira. Las intuyo de lejos y pienso que tengo días para pasear junto a ellas, así que ahora disfruto de la emoción de ir por caminos de barro imposibles que atraviesan bosques jurásicos que van a dar al mar, a ese océano que cuando llego se muestra bravo y enmarcado por un arcoíris perfecto.
Un paisaje de postal
No es día de disfrutar en el mar, pero la playa de Seixal es una auténtica postal. El cielo gris potencia su arena volcánica y otorga dramatismo a las exuberantes montañas verdes que se alzan al lado, protegiendo la playa y arropando a los surfistas que intentan coger la ola. No muchos lo logran. Comienza a chispear, pero el paisaje me abruma y quedo inmóvil. Me siento minúscula, insignificante ante la fuerza de la naturaleza, capaz de moldear espacios a su antojo. Ante el grito de mi compañero subo de nuevo al jeep para ver las piscinas volcánicas de Seixal y Porto Moniz. El sol brilla de nuevo, dejando unas tonalidades hermosas de aguas e intuyéndolas como un paraíso para los amantes del agua. Tanto que me puedo imaginar bañándome allí, entre esos arcos de lava volcánica y descubriendo las pequeñas cuevas en las que se encuentran las piscinas. Pero hoy no es posible, así que sigo explorando la costa desde tierra, descubriendo un paisaje que cada vez me enamora más. Es el caso de la tres formaciones rocosas que se alzan a pocos metros de la playa de Ribeira da Janela, un lugar muy fotogénico y en el que el poder del océano se vuelve a sentir. Un espacio único, que ha servido de escenario para la filmación de la serie Star Wars: The Acolyte.
Del mar a las tierras del interior de nuevo, siguiendo esas vides en espaldera que parece que llegan al mar o rozan el cielo. Una manera de cultivar en altura que descubro en Quinta Do Barbusano, muy cerca de São Vicente, donde cato sus vinos de mesa y disfruto de una comida a base de espetada. También tengo opción de probar el pan típico de Madeira, el Bolo do Caco. De aquí regreso a Funchal y, tras un paseo nocturno y picar algo en una taberna, me voy a dormir.
Entre levadas y acantilados abruptos
Hoy quiero sentir la tierra bajo mis pies, tocar con mis manos las hojas de las plantas y escuchar el curso del agua de las levadas. Por eso, cojo el coche —en Madeira es imprescindible alquilar un vehículo— y me dirijo hasta la Vereda dos Balcões (PR11), situada a unos 40 minutos de Funchal y cuya carretera discurre por caminos serpenteantes flanqueados por árboles que dejan entrever vistas de infarto. El aparcamiento está lleno, pero encuentro un hueco y comienzo la caminata, de 1,5 km. El sendero discurre a lo largo de la Levada da Serra do Faial, en medio de un bosque de laurisilva, un tesoro natural que en Madeira tiene uno de sus últimos refugios. Y es que, el 20% del territorio de la isla es de laurisilva, considerada desde 1999 Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
Un trayecto sencillo, que discurre por un bosque de veinte millones de años de antigüedad y cuyo sendero termina en un mirador dominado por montañas y un valle cubierto por la densa vegetación, que ahora muestra su manto de colores verdes y ocres, antesala del invierno que está a punto de llegar. El día es claro y se puede ver la cordillera Central de la isla, con el Pico do Areeiro, el Pico das Torres y el Pico Ruivo como protagonistas. Deshago el camino, pero aun así los matices son diferentes y disfruto como si fuera la primera vez que piso esta tierra.
De bosques mileanarios a los acantilados más sorprendentes y las tierras más áridas, porque me dirijo hasta Ponta de Sao Lourenço. Y es que, se trata de uno de los pocos rincones de la isla que no tiene una vegetación exuberante, sino todo lo contrario, su aspecto es seco y arrasado con mucho encanto, tanto que parece que haya dejado la isla y esté en otro lugar. Con decisión y sin miedo a las nubes de tormenta emprendo la caminata, de unos siete kilómetros. El trayecto es cómodo y con miradores en los que contemplar la erosión volcánica que se ha producido a lo largo de millones de años. En algunos, el viento me azota con fuerza y tengo la sensación de salir volando.
El sendero lleva a lo largo de un estrecho y escarpado tramo de tierra que se adentra en el océano Atlántico hasta el punto más oriental de Madeira, el Morro do Furado. Y como avisaban las nubes, comienza a llover y las vistas de las islas Desiertas se desdibujan tras la niebla. El camino de vuelta se complica, con un viento que me impide caminar y una lluvia que apenas me deja ver más allá de mis pies. Da igual, el paisaje es increíble y la experiencia también, con viajeros que sonríen como yo al mal tiempo. Además, ¿qué puedes esperar de una isla en la que en un día puedes tener cuatro estaciones? Llego al coche como si me hubiera caído a una piscina, así que regreso a Funchal. En el hotel me doy un baño con agua caliente que me reconforta hasta el alma. Más lo hará luego, en una cena en el restaurante Horta Restaurant en el que el protagonista es el sable negro.
El bosque mágico de madeira
Último día. En la mañana visito Funchal y conozco mejor sus vinos fortificados, pero de ello te hablaré en otra ocasión con más detalle, porque ahora me dirijo hasta un lugar declarado Patrimonio Mundial por la Unesco: el bosque de Fanal, al noroeste de la isla, en la zona montañosa de Paul da Serra. Llego a primera hora de la tarde y el sol brilla, ensalzando la silueta de árboles con hasta 500 años de antigüedad. Un paseo bajo el sol que en cuestión de minutos cambia y paso a formar parte de un paisaje rodeado de una niebla que crea una atmósfera especial, casi mágica. Debajo de un árbol aguardo a que la lluvia cese y la niebla levante un poco. Soy una más en un paraje donde imaginación y realidad se tocan, en el que las ramas retorcidas de los grandes árboles parecen alargarse para hablar conmigo y las hadas entonan una canción que solo soy capaz de escuchar yo. Me parece que bailo a su antojo hasta que el sol vuelve a aparecer y todo regresa a la normalidad. Me alejo de allí con la certeza de que en el bosque de Fanal los cuentos de hadas cobran vida y que en Madeira la naturaleza tiene un influjo difícil de explicar pero fácil de sentir. Y eso, precisamente, es lo que buscaba en este viaje que se me ha hecho corto
Madeira
Câmara de Lobos
Madeira es montaña, pero también mar. Una tradición pesquera que en la población de Câmara de Lobos se mantiene, con esas coloridas barcas apoyadas en el puerto yque llamaron la atención a Sir Winston Churchill cuando visitó la isla en los años cincuenta. Un lugar donde la especialidad gastronómica es la pesca del pez sable negro, un pescado de larga longitud y negro típico de Madeira, ya que se cría en aguas muy frías y en unas profundidades que oscilan entre los doscientos y los mil setecientos metros.
¿Cómo viajar a Madeira?
Cómo llegar: La compañía TAP Air Portugal vuela directo desde Lisboa. Hay varias frecuencias al día por lo que la conexión es cómoda.
Un consejo: Para moverse, lo mejor es alquilar un coche en compañías como Madeira Rent.
Dónde alojarse: En el Vine Hotel, bien situado en la ciudad de Funchal y con aparcamiento.
Web de interés: www.visitmadeira.com. La página oficial de turismo de Madeira ofrece en español toda la información necesaria para organizar unas vacaciones en la isla.
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