MURCIA. La escritora y poeta Natalia Litvinova, ha ganado el Premio Lumen de Novela con Luciérnaga, una obra que mezcla memoria, historia y poesía para abordar cómo el desastre de Chernóbil tuvo una repercusión también en pequeñas historias a través del drama de la migración y los silencios familiares. Litvinova reflexiona sobre la necesidad de dar voz a las historias invisibilizadas, el proceso doloroso de reconstruir su propia genealogía y la importancia de encontrar luz incluso en las experiencias más devastadoras.
-Empecemos por el final de libro, donde cuentas que tu madre se mudó de país con libros sobre Chernóbil que no contaban lo que había visto ella. Entre todos los orígenes que puede tener esta historia, ¿también está el sentir que, de un hecho histórico del que se ha hablado mucho, aún faltaban perspectivas por dar?
- Bueno, ¡por eso está el libro! En realidad, tampoco es que hubiera mucha información. Es un hecho que ocurrió y el mundo se enteró porque era de una magnitud inmensa. Svetlana Alexievich, en su libro Voces de Chernóbil, cuenta algo importantísimo: no estábamos preparados, ni la Unión Soviética ni el mundo. La gente no sabía qué era la radiación; no teníamos ni el lenguaje para describirlo. Pasó Chernóbil y luego pasó Fukushima, pero esta fue la primera vez que sucedió algo así a gran escala, y la gente no sabía si la radiación se veía o no; o si te encerrabas en tu casa, si atravesaba los vidrios o no. No había internet, la información estaba restringida, y se ocultó lo ocurrido en los primeros días. Así que en los primeros días, la gente salió a las calles. Era verano, dejaban las puertas abiertas, comían helado, caminaban…
Faltan muchas perspectivas y tenemos que acercarnos a estos hechos abrumadores desde las historias comunes de las personas. Por eso menciono tanto a Alexievich, porque ella le dio voz a los protagonistas que no solemos escuchar: las personas comunes que vivieron esas tragedias. Si solo escuchamos una única voz, siempre faltará algo. La historia, tal como la conocemos, casi nunca coincide con lo que vivieron las personas, porque la voz oficial deja afuera el alma humana, las dolencias comunes y los miedos. Un ejemplo es cómo hemos conocido a los liquidadores de Chernóbil (solo tenemos una idea por la serie de HBO), esos hombres bomberos que entraron sin saber la magnitud del peligro. Pero las liquidadoras también fueron mujeres que les lavaban la ropa, cocinaban y vivieron en la zona, y también fueron afectadas por la radiación. ¿Escuchamos esas historias? ¿Conocemos la historia de la mujer que no pudo ser madre por culpa de la radiación?
-Esa realidad, esa violencia, está incluso en el apodo que reciben los niños que crecieron en esas zonas, ”luciérnaga”.
-Esto también habla mucho de cómo nos relacionamos con las catástrofes y con las personas que padecen enfermedades, ya sea mental o física. Parece que se convierten en personas descartables rápidamente. Y la novela también trata de eso, de cómo la gente no es descartable. Esta idea me quedó muy marcada. Si hacía una novela, quería trasladar esa sensación.
Recuerdo a Mandelstam, el gran poeta ruso que fue enviado a los campos de concentración estalinistas. En sus escritos, él decía que una de las cosas más terribles era no poder tener un miedo propio. Los miedos allí eran tan grandes (que te mataran o te secuestraran, por ejemplo) que no podías preocuparte por cosas personales, como un amor no correspondido o un miedo cotidiano. Cuando leí eso, pensé en lo horrible que sería no poder tener esos miedos pequeños. Y creo que eso es lo que intenta reflejar la novela, la vida común enfrentándose a miedos enormes con los que no pueden hacer nada. Si ni siquiera el Estado pudo hacer nada, imagínate las personas comunes.
-En este libro parece que hay dos procesos que están entrelazados pero que son diferentes: por un lado, destejer el silencio que había en tu familia, y por otro, tejer la memoria. ¿Cómo viviste cada uno de ellos?
-No me di cuenta de esto tan rápidamente como lo mencionas, pero sí, primero empecé a dudar de mi historia. Había cosas que no me cerraban. Mi madre está viva, pero ¿por qué no sabía nada de mi abuela materna? Mi madre no me hablaba de ella, solo tenía dos fotos de mi abuela Catalina, y en ambas estaba con la misma expresión. No pude conocerla ni siquiera por gestos. Había veces que hasta me olvidaba de su nombre. Lo llevaba por cierta vergüenza. Un día le pregunté a mi madre por qué no hablaba de su madre, y me dijo: "Es que me duele hablar del pasado". Me sorprendió.
Mi madre me contó que ella tampoco sabía mucho sobre sus abuelas, que no le habían hablado de ellas. Pero yo no quería que me pasara lo mismo. Entonces, confronté a mi madre, le pedí que me ayudara a construir nuestro árbol genealógico. ¡Mi abuela fue secuestrada por los nazis a los 16 años, y yo no sabía nada de eso! Eso no estaba bien, pero mi madre me decía que lo había naturalizado porque era común entre tantas otras historias horribles que conocía.
Ese fue el primer obstáculo: decirle a mi madre que no debía quedar en el olvido. Me decía que eso no era interesante, pero yo pensaba: “si esto no es interesante, ¿qué lo es?” Una vez rompí esa barrera, empezó el proceso de tejer esa memoria, y eso también fue complicado, porque al principio mis textos eran más periodísticos. Tenía investigaciones hechas sobre Chernóbil, pero no quería basarme en datos impersonales ni copiar de internet. Quería que todo fuera orgánico, basado en los testimonios de mi familia. Entonces, tuve que acomodar esa información más dura a la historia y buscar cómo hacerlo a través de la poesía, que le da belleza al texto. Entraron entonces las metáforas, los versos más cortos…
-Hay una segunda parte del libro, un intermedio, en el que el tono cambia radicalmente hacia algo más poético. Tú vienes precisamente de la poesía, ¿cómo decidiste introducirla en esta novela?
-Sí, tenía claro no quería dejar de lado que soy poeta. Vicente Huidobro decía que el poeta es un pequeño dios. No en un sentido religioso, sino como un creador. Yo quería hacer lo mismo, crear un pantano en medio de la novela, un lugar donde pudiera hablar con mi abuela, aunque nunca la conocí. Sabía que la gente notaría que ese pantano no es real, pero para mí la escritura es ese estar colgada de la nada como el personaje. Y en este caso, quise dialogar con mi abuela, evocarla a través de la poesía, porque sentía que era una mujer enojada, una cascarrabias, alguien que sufrió mucho. Sabía que no podía imaginarla como una mujer que me sonreiría y me abrazaría. También tenía claro que no podríamos tocarnos, porque yo estaba viva y ella no. Así empezó ese diálogo con una persona que no conocí y darme el gusto de hablar con mi abuela.
-En la novela, hay una sensación de nostalgia por lo que se deja atrás, pero también una falta de arraigo en los lugares. La protagonista parece estar en un constante desarraigo, sin raíces firmes.
-La protagonista es una niña que, a los 10 años, se da cuenta de que se ha arruinado su infancia; que todo lo que había, ya no está más, y que la vida no le preparó para eso. Migraron lejos y rápidamente, ella como una isla que va flotando pero no toca ninguna orilla. No puede volver a su país de origen porque no tiene los medios ni la edad para hacerlo. Tampoco puede arraigarse en el nuevo país porque no tiene amigos, no habla el idioma, y sus padres están ocupados buscando trabajo… Antes se sentía cómoda con su soledad, pero en este nuevo lugar no puede hacer nada.
Ahora es un injerto. La sacan de un lugar y la plantan en una nueva tierra, sin saber si va a brotar. Esa falta de raíces también se manifiesta en la manera en que ve el mundo a través de metáforas de la naturaleza. Ella pierde el contacto con el bosque y los animales, ahora está en la gran ciudad, y empieza a hablar usando esas imágenes de la naturaleza que ya no tiene cerca.
-Llegas a narrar la desintegración del matrimonio de tus padres, ¿cuáles fueron las dificultades de escribir sobre personas tan cercanas a ti, pero que también están distantes en tu memoria?
-La dificultad fue principalmente emocional. Algunos capítulos me costaron mucho escribirlos, porque reviví momentos muy dolorosos. En la novela cuento cosas que nunca había contado a nadie. Por ejemplo, mis amigas más cercanas no sabían que mi padre había tenido un brote psicótico que lo llevó de vuelta a Bielorrusia. Pero es que no lo había podido contar, ni siquiera a mí misma. Cuando estaba casi por cerrar la novela, un amigo narrador me dijo algo muy lúcido: "Tu padre no aparece tanto porque es un libro sobre las mujeres que remaron todo, pero hay algo ausente respecto a él. O quitas esa parte, o tienes que contar más". Entonces decidí contarlo todo. Esta es la novela de mi vida, y aunque me costó mucho emocionalmente, creo que precisamente escribir puede placar este dolor.