A veces no puedes dejar de mirar aquello que no se queda quieto ante tus ojos. Lo escurridizo, lo resbaloso, lo repugnante. Cosas que tienen la cualidad de lo frio y lo inerte. Liliana Rivera Garza no podía mirar otra cosa. Tenía veinte años y actuaba así desde que su novio la intimidaba, la espiaba y la amenazaba con suicidarse si no volvía con él. No podía mirar otra cosa y, a la vez, miraba ansiosamente un afuera donde eso no se revelaba.
Estudiaba arquitectura en la UAM de Méjico, la universidad vetada para él (Ángel González Ramos había suspendido el acceso). Tenía una red de amigos, las llaves de su apartamento, popularidad, cine, libros, risas, buenas notas. Un cuerpo de nadadora que tapaba debajo de ropa holgada. Miraba a la mujer en la que deseaba convertirse (ya casi lo era) y se puede decir que se hizo experta en ese movimiento de fuga y retorno. De negación y calambre. Como un perro que olvida su correa y da insistentes tirones, ineficaces tirones. La correa se tensa y se afloja en un juego cada vez más breve, más violento, más lleno de urgencia. No lo sabía, no lo compartió con nadie, pero se acercaba fatalmente a lo que no va ni vuelve porque suspende el tiempo, porque solo le queda ya la sustancia de una sacudida, la última, el golpe definitivo de un verdugo.
Este año, Cristina Rivera Garza nos ha regalado los pormenores de esta tragedia y el resplandor de aquella muchacha que era su única hermana. Cuando una lesión impidió a la escritora nadar, el único universo donde podía recrearla se quedó fuera de su alcance (ambas entrenaban juntas en natación cuando eran niñas). Entonces solicitó el expediente judicial del caso (no sin culpa, no sin rubor) y dejó que el libro brotara de forma natural, como quien descama la piel.
El invencible verano de Liliana es una novela híbrida entre el reportaje y la autoficción que no renuncia a la poesía y abre tramos de una insoportable ternura. Han pasado treinta años, los que el duelo necesita para que se rompa el estupor, para manotear entre las trizas de la memoria y las nuevas palabras que van surgiendo y nombran por fin aquello que en los 90 no se podía ni nombrar. “Ella se lo buscaría”, “sus padres la debieron vigilar más de cerca”, “debía haber elegido un mejor novio”. Pero Liliana, aquella chica espigada y risueña, aquella casi mujer que ansiaba dejar de ser un “hada buena en un mundo hostil”, no sucumbió ante lo que entonces se calificaba como crimen pasional, ¿de qué pasión hablamos?, ¿de qué arrebato? A su asesino no le movió un impulso, solo el veneno frío que le inyectaba en sus horas a aquella estudiante carismática, vivaracha, quizás confiada. El No de una mujer convertido en veneno por quien no está dotado de anatomía para digerirlo, el trigger de cada feminicidio, sea en la esfera íntima o en unas fiestas del pueblo; feminicidio es el titular justo para el desenlace de Liliana y por fin el diccionario tiene una palabra que explica bien su sacrificio.
Por obra de ésta y otras palabras, todas las que su hermana junta amorosamente, ha vuelto de entre los muertos y puede colarse en nuevas vidas, las de todas las mujeres que lean su historia y se averigüen. Quienes tienen (tenemos) por fin un código que describe el cepo mortal de la violencia se lo prestamos a Liliana décadas después, sabedoras de que ella hubiera hecho algo útil con este vocabulario, un traje de protección, una vía abierta a la denuncia. La aspirante a mujer libre tenía un lenguaje prodigioso, un don para expresarse, pero en su mundo no había explicaciones al alcance para su angustia, no había un manual descriptivo que la proveyera de un mapa, del riguroso dibujo de su telaraña. La arquitectura del acoso, que ahora se puede aprender en un click, no se había estudiado ni publicado aún (No visible bruises, de Rachel L. Snyder, o Moretones invisibles. Lo que no sabemos de violencia doméstica puede matarnos, es el texto que la autora cita con insistencia y que aún no está traducido al español).
Cierro las tapas del libro con un escalofrío. Mi familia me encuentra taciturna en la cena, me encojo de hombros, hablo de Liliana porque todavía me visita, no me deja. Es tan yo. Tan niña de los ochenta, tan Hello Kitty y Snoopy y hada buena con letra redondita, como mis mofletes de entonces, mi cuerpo, mi imaginación, tan niña autoestopista rouge Chanel con ansia de que la tomen por adulta, ¿qué espíritu protector me libraría del lobo? Todavía no sé si me libré, la correa de Liliana la llevamos todas puesta; ahora la veo en el cuello de mi hija, de las hijas de mis amigas, de mis amigas y de mí misma (aunque cumplir los 50 me sacará pronto de las estadísticas). A pocos días de una nueva violación grupal en el mismo centro de Valencia, a un par de meses de las manadas de Burjassot y Vila-real, me veo impulsada a googlear los datos recogidos hasta la fecha.
En nuestro país llevamos 38 este año y 3 más en investigación. Durante 2020, la OMS denuncia 47 mil mujeres y niñas asesinadas por sus parejas o miembros de su familia (1 cada 11 minutos). En Méjico, donde sólo hay registros desde el 2015, la curva sigue disparada (969 feminicidios el año pasado). Un estudio del Lancet del pasado mes de febrero revela que, entre el 2000 y el 2018, una de cada 4 mujeres menores de 50 años experimentaron violencia de su pareja al menos una vez (y el 24 % de adolescentes entre 15 y 19 años lo admitieron). Y la pandemia trajo nuevos retos: por cada 3 meses de confinamiento, 15 millones adicionales de mujeres sufrieron violencia, pero sólo 48 países incluyen este problema en sus planes de respuesta global.
La misma correa, con la que forcejeamos, la llevamos todas. Hablo del forcejeo invisible y no pensado que actuamos cada día. Palpita en la trastienda de nuestro pensamiento, del miedo nuclear, el que nunca se borra del todo, el instante secreto en el que relampaguea una intuición, un y si. Nos acompaña en cualquier noche de amigas, en una insignificante vuelta a casa, en todos los portales y en todos los taxis que se van antes de que sintamos la verja cerrada detrás nuestro. Hay un catálogo larguísimo de sombras que vigilamos, bultos, siluetas que flamean en la periferia de nuestro campo. En cada minuto que nuestra pequeña se retrasa o su whatsapp no llega todavía, en todos los números largos y desconocidos que pueden asomarse a nuestras pantallas, acecha uno o varios depredadores que no tienen cara, sólo género.
“La libertad no es el problema ─explica el padre de Liliana, un octogenario que animó a sus hijas a desarrollarse como él había hecho─. El problema son los hombres”. Y espero que esto cambie. Porque no se trata solo de dotarse de palabras, hace cien años que la locura tiene un listado larguísimo y sigue maltratada: el problema está en quien no aprende a mirar de otro modo, quien todavía cosifica el cuerpo de una mujer, quien no encaja un No por respuesta, quien niega las cifras como niega que la tierra es redonda.
Me sobrecoge este padre de las hermanas Rivera Garza. Su dolor permanece intacto, sus rodillas siguen hincadas, vencidas, exactamente igual al instante en que supo que la había perdido, “que estaba enterrada. No puedo decírmelo ni siquiera a mí. No me preguntes eso”. Un hombre que treinta años después sostiene: “siempre he creído en la libertad porque sólo en libertad podemos conocer de qué estamos hechos”.
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