Un hijo que celebra su 40 cumpleaños y al mismo tiempo le presenta su novia a sus padres es el punto de partida de una de las últimas genialidades de la comedia británica, The Cockfields. Una serie de un humor ácido y corrosivo, que puede hacer retorcerse en la butaca de dolor y tensión cuando el espectador identifique gestos que también los puede haber en su familia
VALÈNCIA. Alguien me comentó una vez la escena, hace años, en la que fue a ver a sus suegros y le pidieron que comprara un cordero vivo para llevarles. El animal iba balando en el maletero, todo tierno, y al llegar, el suegro en cuestión, sin contemplaciones y muy contento, lo mató en cuestión de segundos. El protagonista de esta historia se quedó estremecido. Fue hace décadas y las diferencias generacionales eran de este calibre. Por no mencionar que buena parte de aquellos suegros había matado en la guerra y sobrevivido a la posguerra dios sabe cómo.
Ahora, ese señor conmovido por el destino del corderito, a buen seguro, es un brasas con sus hijos y estará igualmente incomprendido por ellos que ya, cuando lamenten su pérdida, comprenderán por completo al personaje. Es la ley de la vida, unos choques que se acentúan cuando se pasa de la falta de entendimiento entre padres e hijos y se entra ya en terrenos de suegros, yernos y nueras.
De estos encuentros, entrañables días en familia, solo pueden hablar quienes los experimentan. Habrá quien se encuentre en perfecta armonía y felicidad absoluta y no faltará la población que haya encontrado en estos momentos verdaderas torturas psicológicas. Muchos pueden volver de casa de los suegros con la mirada de los veteranos de Vietnam.
Para este segundo grupo, es muy recomendable la serie The Cockfields, dirigida por Simon Hynd y Steve Bendelack, y escrita por Joe Wilkinson y Davir Earl. La recomendó Armando Iannucci la semana pasada en la red social innombrable y, tratándose de quien es el prescriptor, fui directo a verla. No está disponible en castellano todavía, pero las dos temporadas se me hicieron cortas y fueron una panzada de reír.
Tenemos a un hijo que cumple 40 años, interpretado por Joe Wilkinson, y acude a la Isla de Wight a que su novia conozca a sus padres. El encuentro está lleno de gestos hirientes, miradas como puñales, silencios incómodos, situaciones violentas, comentarios que sientan como un chupito de heces. Todo, por supuesto, con la alegría de estar en familia, una situación entrañable. La segunda temporada vuelve a plantear una visita, pero el hijo ha cambiado de novia. Ahora la lleva para celebrar todos juntos que han decidido casarse.
Juntos, se echan horas tediosas viendo la tele, hay montones de gestos de los mayores irritantes, pero también, cuando hacen sus comentarios llenos de desprecio por las formas de ganarse la vida en el sector creativo de su hijo, hay que saber ver que llevan razón. Es muy difícil que los espectadores no encuentren situaciones semejantes que les hayan pasado a ellos. Además, la serie pone el acento en la relación machista de los mayores, donde ella es una auténtica sirvienta y él un pachá. Sin embargo, no cargan las tintas de forma grotesca, basta con presentar situaciones muy habituales y extendidas para, viéndolas desde fuera, alucinar. Porque son reales, en la isla de Wight o en Tomelloso, en Londres o Vilanova i la Geltrú.
Wilkinson viene de Derek y After Life y, en parte, en esta serie hay un componente rayano en el sensacionalismo como en las citadas. Los personajes son unos excéntricos, no exentos de egoísmo y mezquindad, pero también son capaces de propiciar momentos emocionantes o llenos de ternura. Es un género muy arriesgado, al borde del filo en todo momento, pero en The Cockfields se lleva con maestría. Es, de hecho, una serie generosa, porque con esta premisa podrían haber profundizado en las peleas que los suegros pueden crearle a las parejas. Se podía hacer mucha sangre por ahí, pero en esa línea, han tirado de melaza y happy end, incluso, en la segunda temporada.
Con todo, el humor es cruel y abrasivo en dosis suficientes para seguir manteniendo la admiración por la industria del Reino Unido, superior a todas las del globo terráqueo en el género de la comedia. Lo único que hay que lamentar es que entre la temporada 1 y la 2, muriera Bobby Ball, el actor que hacía de padrastro en una interpretación excepcional, y fuera reemplazado por Gregor Fisher, que no es exactamente lo mismo.
Como es predecible, las situaciones que refleja la serie están tomadas de las vidas de los autores. Aunque en este caso no hay ningún personaje extraído de la familia de nadie, son todos la síntesis de lo que conocen, una combinación de todos sus familiares. Varios de ellos también tienen a los padres en la Isla de Wight y quisieron situar en ella la acción porque les daba bien para transmitir una sensación no solo de claustrofobia propia de una isla, sino de encierro emocional.
En palabras de Wilkinson, en referencia a los padres: “Por mucho que te lo metan en la cabeza, no puedes estar con ellos para siempre, así que es desgarrador. Creo que cuando llegas a cierta edad, empiezas a pensar en esto cada vez más. No estarán allí para siempre y te ves atrapado entre dos pensamientos: Uno, te quiero reventar la cabeza; dos, te echaré de menos tan pronto salga de esta casa. Te quiero y quiero matarte pero algún día te echaré de menos”.
Esos pensamientos neuróticos con la familia son universales, pero los británicos los tienen bastante taladrados porque hace poco hablábamos de Marriage, un drama realista sobre una larga relación conyugal donde, por supuesto, los suegros tenían un papel extraordinario o, mejor dicho, terrorífico. Al final, estas exhibiciones de los momentos más duros e inconfesables de la existencia humana, sobre todo en un mundo en el que hay que mostrar felicidad constantemente para no parecer débiles, son bastante útiles. No solo por el placer a través de retorcerse en la butaca de dolor viéndolas, sino porque enseñan a vivir. Podemos ver que vivencias nuestras no son tan extraordinarias y que las sufre todo quisqui. Al menos en Gran Bretaña.