CARTAGENA. La lamentable situación del Mar Menor no se debe a falta de conocimientos ni de propuestas para solventarlo, como es fácil comprobar leyendo la prensa regional de los últimos días. Por el contrario, el problema nace de que hay varias posibles soluciones que conducen a diferentes resultados porque, en realidad, se trata de un problema multifactorial. Es decir, con varias dimensiones que, en opinión del Aparecido, son las siguientes: estética, ecológica, histórica, económica, competencial y política. Desmenucemos.
En primer lugar, hay un problema estético, es decir, de imagen, que, no lo olvidemos, es sumamente importante en las sociedades avanzadas contemporáneas. La gente ve la televisión, que es, ante todo, imagen, y muchos se ha indignado o entristecido con las escenas de los peces y los crustáceos muertos en las orillas, la turbiedad de las aguas y los olores pútridos. A los escarabajos peloteros les gusta el estiércol, pero a muchos turistas y residentes les desagradan esas imágenes y querrían ver las orillas limpias y las aguas, claras. Claro que lograrlo no implicaría haber conservado el ecosistema original.
Y eso nos lleva a la segunda dimensión, la ecológica. La salinidad del Mediterráneo es del orden del 38%; la del Mar Menor original, del 71%, pero a últimos del siglo pasado descendió hasta el 45% debido a la apertura de algún canal artificial y una gigantesca tormenta que, agujereando transitoriamente la barra de arena que llamamos La Manga, dejó pasar ingentes cantidades de agua desde el mar grande.
Todo lo que sea bajar cinco puntos ese valor actual de 45% se puede traducir en un choque osmótico dañino para muchas especies que lo habitan. Si, además, el agua dulce que entrase llevara productos tóxicos se produciría un envenenamiento, y si llevase nutrientes, una proliferación de organismos aerobios que acarrearía un episodio de anoxia, sobre todo si la temperatura fuese alta, con la consiguiente mortandad de las especies más sensibles a la falta de oxígeno y menor capacidad de desplazamiento. El problema es averiguar de dónde provienen esos aportes, y eso nos lleva a la tercera dimensión: la histórica.
Para unos, provienen de las técnicas empleadas todavía aún hoy para mantener la agricultura de regadío intensiva, la cabaña ganadera, en especial porcina, en el entorno del Mar Menor, y de los nutridos asentamientos turísticos costeros. Para otros, la agricultura actual sería de precisión y el problema vendría de los cultivos ilegales, pero sobre todo de la contaminación por las prácticas productivas de las décadas pasadas, mineras, agrícolas, ganaderas y turísticas, que habrían contaminado y saturado el acuífero y, así mismo, del hecho de que alguna gola se haya ido obturando con arena, dificultando el flujo de agua de los años 60 entre el Mar Menor y el Mediterráneo.
Sea cual sea la causa, la deteriorada imagen del Mar Menor daña su atractivo turístico y el prestigio de sus exportaciones agrícolas, lo que nos lleva a la cuarta dimensión: la económica. Algunos recuerdan con nostalgia los baños infantiles que se daban en el Mar Menor hacia 1960, pero suelen mostrar una conveniente amnesia respecto de la pobreza en la que vivían los lugareños. Disociar el deterioro ecológico de la riqueza creada por la agricultura, la ganadería y el turismo a partir de los 80 es de filisteos, que diría Marx.
De manera que, como el dios Jano, el problema económico es bifronte: está el dinero que se perdería de mantenerse la situación actual, pero también si se liquidasen la agricultura y la ganadería locales, y está el dinero que habría que invertir para conseguir que el enfermo se cure. Se trata de cantidades que oscilan entre los 500 y los 800 millones de euros, que podrían sufragarse mediante acuerdos entre todas las administraciones.
Y eso nos lleva a la quinta dimensión, la competencial, o sea, quien le pone el cascabel (que vale mucho dinero) al gato (que es una fiera). Aunque los voceros y periodistas más entusiastas de unos u otros partidos se empeñen en atribuir casi todas, e incluso todas, las competencias a la administración a la que prefieran criticar, la realidad es que están distribuidas entre el gobierno español, el regional y los municipales del entorno.
El primero controla la costa, golas incluidas, la Confederación Hidrográfica del Segura y, por tanto, los destinos de las aguas dulces y la limpieza de las orillas, y quizás incluso el propio Mar Menor si, como se cree, recibiese desagües de la provincia de Alicante; el segundo detenta las competencias sobre agricultura, ganadería y turismo, e incluso ha promovido, y logrado aprobar, una ley regional del protección del Mar Menor (fruto de un acuerdo entre PP, PSOE y Cs), prueba evidente de sus atribuciones; los terceros se ocupan de los planes locales de ordenación urbana y de las canalizaciones de las aguas residuales urbanas y pluviales. Todos ellos tienen, pues, algunas competencias, solo que, hasta ahora, no las han ejercido debidamente.
En cualquier caso, correspondía al Gobierno regional impulsar las actuaciones, como parece que ha decidido hacer ahora, aunque solo hubiese sido por razón de su mayor proximidad. Lo normal sería establecer una comisión bilateral entre el gobierno nacional y el regional, pero, como todos saben, esto no es Cataluña, para la cual se han constituido, no una, sino cuatro mesas de negociación y diálogo.
Y aflora así la sexta dimensión, la política. El tema del Mar Menor mueve votos, muchos votos, y más que va a mover.
Lo normal sería que su deteriorada situación perjudicarse a los dos partidos, PP y PSOE, que están gobernando España, la región y los municipios, por lo que ambos tienen fuertes incentivos electorales para afrontar de una vez el problema. Algunos critican que los gobiernos se muevan por esos criterios en vez de aplicar la receta que el ecologista o el economista de turno les recomiende, pero las decisiones sobre el Mar Menor no solo afectan al político que las adopte y al ecólogo o economista que las aconseje, sino a muchos ciudadanos, por lo que es normal que, en democracia, los partidos atiendan a sus expectativas y deseos. Donde los políticos no se mueven por criterios electorales es en Cuba y en Corea del Norte, por la sencilla razón de que, en esas dictaduras, no hay elecciones libres, ni libertad de expresión.
Los especialistas deben precisar cuáles serán las consecuencias ecológicas y económicas de las decisiones que los políticos de acuerdo, en democracia, con las preferencias de sus votantes, adopten. Conviene, sin embargo, dar por sentado que el incentivo mayor para solventar el problema lo tiene el PP porque los ciudadanos identifican más fácilmente al responsable más próximo y, además, la izquierda maneja mejor la propaganda y las movilizaciones populares.
Si alguien lo duda, que compare la respuesta amotinadora cuando el Prestige contaminó la costa gallega mientras gobernaba en Galicia el PP con la calma chica con la que fue acogida la ruptura de la balsa de residuos tóxicos mineros de Aznalcóllar, pueblo próximo al Parque de Doñana, cuando gobernaba el PSOE en Andalucía.
De hecho, las organizaciones ecologistas y vecinales ya han anunciado una manifestación masiva contra el Gobierno regional murciano y, si alguien desea que también pasen por delante de la Delegación del gobierno español o de la sede de la Confederación Hidrográfica del Segura, que se compre una buena silla o que espere a que el PP gobierne en España. Pero, aun con distintos niveles de motivación, todos los partidos activos en la región han anunciado sus alternativas. Y sobre ellas versará el próximo Pasico.
JR Medina Precioso