Nos definen más los caprichos que las necesidades. En los detalles conocemos a las personas. Mi pulserita con la bandera nacional dice más de mí que todos mis discursos de contrabando.
Cada año que pasa hablo con menos gente. Serán cosas de la edad o que la gente no está ya por la labor de hablar y mucho menos de escuchar. Pueden pasar días sin que reciba una llamada telefónica, y cuando suena el móvil, casi siempre a la hora de la siesta, suele ser un comercial suramericano que te quiere vender una moto averiada.
Me he acostumbrado a tener conversaciones funcionales con mis compañeros, la panadera del supermercado, mi casera y el dueño del quiosco Baeza. Me agrada, eso sí, intercambiar unas palabras y unas risas con Paco, el dueño del restaurante Belle Époque. Ahí hallo el descanso del guerrero. Y en otro nivel, claro, están las charlas con mis padres, especialmente las que mantengo con mi madre por las noches.
El caso es que mi vida va enmudeciendo. Le pasa a bastante gente. Ya no necesitamos comunicarnos porque el otro, en gran medida, nos resulta indiferente. Dejaos de empatías y de otras zarandajas. Seamos sinceros. La suerte del otro nos es ajena. Este encerrarse en sí mismo, con la actitud esquiva de un erizo, es consecuencia de la edad cínica, pero ¿cómo explicarlo en los jóvenes? He leído que muchos han renunciado a llamar por teléfono porque al parecer les provoca estrés.
Pero no todo está perdido. Nos quedan los objetos. Algún malicioso dirá: “Nos quedan las personas-objetos”. Si no fuera por los objetos, ¿qué sería de nosotros? Estamos rodeados de ellos. Es curiosa la relación con los objetos. Unas veces es de placer y de juego, como bien pueden atestiguar muchas mujeres y un número creciente de hombres. Otras es de pura necesidad, como con el coche, mal necesario para un servidor. Hay también relaciones tóxicas, de dependencia, como la que nos une con el móvil, el peor invento de la humanidad desde la bomba atómica. Los móviles han colonizado nuestras mentes y nuestros cuerpos. No somos los mismos desde que Satanás, travestido de ingeniero, diseñó este aparato a finales del siglo pasado
Necesitamos más a los objetos que a las personas. Tratar con estas es un engorro y sólo trae conflictos. Se ha visto que una solución intermedia entre el sujeto y el objeto es el perrito, que ha adquirido casi todas las características de un ser humano castrado que no nos dará problemas.
Hay horteras que necesitan objetos muy caros —grandes casas, cochazos, yates, joyas, etc.— para reforzar la autoestima. Yo, en cambio, soy más modesto. Me conformo con artículos asequibles. Soy feliz con mis relojes de pulsera —me voy a comprar el casio que llevaba el admirable profesor Tamames en el Congreso—; mis botines negros, mis gafas Oliver Peoples y mi pulserita. Aquí es donde quería llegar. A mi pulserita con la bandera nacional.
Soy feliz desde que la compré por tres euros en un restaurante de carretera, cerca de Almansa. La pulserita me ha proporcionado un poquito de identidad. Ando falto de ella. No es la primera que llevo en mi muñeca izquierda, pero esta es diferente, diríase que más elegante. Mide catorce centímetros de longitud. La mezcla de colores me gusta: el rojo y el amarillo conviven con el azul mahón en calculada armonía. Así se suaviza el impacto que podría tener a la vista de un votante de izquierdas.
La llevo a todas partes conmigo, incluso al trabajo. Eso es porque desarrollo mi tarea de profesor en el sur de Alicante. Otro gallo cantaría si fuese en Valencia y sus aledaños, donde tal vez me prohibirían la entrada.
Extraño país el español en que sus símbolos —la bandera y el himno—, por no hablar de la lengua común, son vistos con recelo por una parte significativa de compatriotas, cuando no son abiertamente perseguidos. ¡Enigmática España!
Cuando miro mi pulserita me reconozco en esa banderita, que no la inventó Francisco Franco, por cierto. Fue idea de Carlos III para uso naval. La bandera bicolor ha sido la de los Borbones y la I República, la enseña de Felipe VI y Nicolás Salmerón. El masonazo de Azaña y sus correligionarios se equivocaron al introducir la franja morada de los comuneros. Con esa decisión se fracturó un símbolo que unía a todo un pueblo. Así lo admitió Vicente Rojo, general republicano y católico, años después.
"Esa bandera prohibida en cientos de ayuntamientos os paga las pensiones, la sanidad y la educación de vuestros hijos"
Pero volvamos a la pulserita, escrita con diminutivo, con el cariño que nos despiertan las pequeñas cosas. La bandera de la pulserita abona mi sueldo y el de millones de españoles. Detrás de ella hay un país de hombres y mujeres que madrugan cada día, y que con el fruto de su esfuerzo pagan los impuestos de los que sale mi salario. Tan fácil como eso. Esa bandera prohibida en cientos de ayuntamientos catalanes, vascos y navarros os paga las pensiones, la sanidad, la educación de vuestros hijos y los servicios sociales. Cuidadla y respetadla como si fuera vuestra madre. El día que os falte os quedaréis huérfanos, y lloraréis por lo que perdisteis y nunca valorasteis.