MURCIA. Produce una gran satisfacción cuando una película o una serie escapa del dominio del algoritmo y se convierte, gracias al público, en un fenómeno inesperado. Es como escapar de una tiranía y demostrar que aquello del libre albedrío aún tiene cierto sentido: pura esperanza. El último ejemplo en el mundo de las series ha sido la excelente Mi reno de peluche, con la que nadie contaba, pero de la que ya todo el mundo habla o recomienda fervientemente. Y en cine, el caso más reciente es La mesita del comedor, una película española de muy bajo presupuesto adscrita, más o menos, al género de terror. Está dirigida por Caye Casas, escrita por él mismo junto a Cristina Borobia y rodada en 10 días, en casa de una amiga del director en Terrassa.
El film ya era bastante comentado por redes entre seguidores del género como 'la-peli-sorprendente-que-no-te-puedes-perder', cuando llegó el espaldarazo definitivo en forma de comentario en X-Twitter nada menos que de Stephen King, quien escribió el 10 de mayo: “Hay una película española llamada 'La mesita del comedor'. Creo que nunca, ni una vez en tu vida, has visto una película tan negra como esta. Es horrible y horriblemente divertida. Es el sueño más oscuro de los Hermanos Coen”. Ante el panegírico del escritor, Filmin, que tenía previsto estrenarla el 16 de junio, hábilmente adelantó el estreno un mes (está disponible desde el 17 de mayo) y la película, desde entonces, figura entre los cinco títulos más vistos de la plataforma y recibe elogios por todas partes.
Vivimos tiempos desmesurados, polarizados y binarios, lo sabemos: todo es sí o no, bueno o malo, blanco o negro, conmigo o contra mí. En el campo cultural, esa lógica de amor/odio se traduce en que si algo es bueno, o simplemente funciona, es genial, y si algo es malo es despreciable; también en que el “a mí me gusta” se convierte en “es buenísimo”. Y no es lo mismo. Esto vale tanto para el público como para una parte muy importante de la crítica y el periodismo cultural, con el matiz de que es más o menos disculpable entre los espectadores, pero no entre los profesionales. En cualquier caso, es una atmósfera que acompaña a toda obra cultural. Les cuento todo eso porque creo que es el contexto necesario para hablar del entusiasmo enfervorecido que la película despierta.
De hecho, con tanto comentario acerca del horror que provoca, tanto “no pude dormir”, “tuve pesadillas”, “el horror máximo”, etc. dude en si verla o no, no por ella misma, sino porque no tenía ganas de sufrir y pasarlo mal. Y una vez vista, está claro que lo que la película plantea es terrorífico; es efectiva y resultona, cierto, y tiene su punto de humor negro negrísimo. Tiene mucho mérito lo que están consiguiendo, todo mi aplauso. Parte de una muy buena idea, de esto no hay duda, una de esas que no se olvidan, y la desarrolla con pericia. Pero…
Por edad o por idiosincrasia, no lo sé, el “no has visto nada igual” me desconcierta. La incomodidad que provoca, ante la barbaridad que nos cuenta, queda en gran parte anulada por el tono de grand guignol que adopta desde el principio, desde el primer plano en esa improbable tienda de muebles, oscura como boca de lobo. La referencia a los Coen que hace King está muy justificada. Pero allí donde los Coen consiguen que todo fluya con naturalidad, por grotesco que a veces sea, y sus historias no pierdan el tono, es donde La mesita del comedor muestra su debilidad, introduciendo elementos forzados que se supone deberían aportar más angustia, pero lo que hacen es sacarnos fuera y revelar el mecanismo, como todo lo que tiene que ver con la niña de trece años vecina de los protagonistas o la amiga que la protagonista se encuentra en el supermercado. Por otra parte, todo hay que decirlo, el suceso impactante que desata el malestar está muy bien resuelto, en off, con un lento y angustioso trávelin.
En realidad, mientras se mantiene en la trama principal, es decir, el suceso que origina todo y lo que provoca en el protagonista y su relación con el resto de personajes, todo va bien, pero cuando sale de eso, lo inverosímil se hace evidente. En algún caso tiene que ver con la falta de medios, pero es más bien una cuestión de construcción narrativa; quizá la historia daba para un corto o para un episodio como aquellos de Alfred Hitchcock presenta, a los que, por otra parte, recuerda, pero se nota mucho que hay que estirarla para llegar al largo.
Vuelvo a mi desconcierto. Lo que plantea es impactante, y a ratos, lo cuenta muy bien. Pero el malestar, la incomodidad de la que todo el mundo habla, desaparece rápidamente. La experiencia inolvidable no es tal. Para mí, no tiene nada que ver con ese malestar profundo y duradero que deja el cine de Michael Haneke, Lars von Trier o Harmony Korine, o títulos como Léolo (Jean-Claude Lauzon, 1992), Canino (Yorgos Lanthimos, 2009) o La zona de interés (Jonathan Glazer, 2023), universos que no te abandonan durante días y que reflejan el auténtico horror. La mesita del comedor me parece un divertimento bastante apañado, pero no discutiré con quien la viva de otro modo más intenso y entusiasta, eso que disfrutan. Y, sobre todo, aunque me sienta lejos de la acogida ditirámbica, tan de nuestros tiempos, me alegro por la película y sus autores. Ganarle al algoritmo es un triunfo que hay que aplaudir.