La creación de contenidos sobre finanzas a manos de adolescentes es una de las cosas más singulares de internet en los últimos años. Para cualquiera de los nacidos entre los años 70 y 80 del pasado siglo, la posibilidad de juntarse entre iguales en un parque, un pub o en Messenger y ponerse a hablar de activos y pasivos, valores indexados o monedas virtuales es –díganme si me equivoco– algo inconcebible. Pero esta tendencia en cualquiera de las redes sociales nos permite imaginar en qué contextos, bajo qué presiones y sobre qué ambientes la juventud llegada de distintas clases sociales interpreta su rol en el mundo, qué hacer con su tiempo y con los mejores años de su vida: "cómo invertir tus primeros 100 euros", "cómo aumentar tus fuentes de ingreso" y demás topics en YouTube, Instagram, Twitch o TikTok impulsados por gente nacida en el siglo XXI. Saber de estos temas, adentrarse en ello y exhibirlo –con una importante brecha de género donde ellas existen, pero apenas son visibles– se ha convertido en algo (vuelvo al pasado) guay.
Desgraciadamente, hay otras validaciones sociales que permanecen intactas respecto de nuestra juventud: el aspecto físico, la moda o las posesiones materiales como representación del éxito. Una moto, un walkman, unos Levi’s, el último Nokia, la PlayStation 2, unos AirPods o un PC de gamer suficientemente equipado mejoraban entonces y mejoran hoy la percepción del desconocido de la misma forma. La capacidad comunicativa, en pequeños círculos entonces y con el mundo –vía wifi– hoy, es otro de esos hechos comunes. Sin embargo, la deriva de la expresión con la economía como tema, por su repercusión masiva y por sus consecuencias si las cosas salen mal (familia, hipotecas vitales, ruina) llama mi atención y me lleva a otro tema, porque hoy hablar de tipos de interés o pintar una imagen única, conviven en un mismo lugar: la palma de tu mano. Porque el gran tema es, ¿en qué ecosistema crean hoy los artistas y, desde ese lugar, cómo rompen con lo establecido?
Una de las principales diferencias entre el punk o la música urbana actual tiene que ver con el espacio tiempo. Para que un escupitajo lírico llegara a contagiar a otro adolescente en una ciudad industrial alemana hace unas décadas, había que confiar en una suma de fanzines, radios piratas, música en directo y cierta dosis de inseguridad pública. El verso irreverente hoy cuenta con la posibilidad de expandirse como viral y de hacerlo de una forma higiénica y hasta aséptica. Este reciente escenario, quintaesencia de la sencillez y la comodidad, devalúa la intensidad de cualquier esfuerzo personal, físico y hasta económico por encontrarse con un igual (pensemos en edad y estética) que conecta con una idea que da sentido a nuestros días, que, sin saberlo, necesitábamos escuchar. Hoy esa contestación necesaria, esa rabia, forma parte de un scroll donde, en el mejor de los casos, reacciones inesperadas de perros y gatos, bromas de pedos, filtros que modifican el rostro o cualquier reto físico e inofensivo convierten esa expresividad en algo insípido y difuminado. Lo importante, lo diferencial, es que sucede sin distinción de momento: estamos a todo, en todo, y esto o aquello, también para los más jóvenes, sucede en el carajal algorítmico de –me fijo en ella porque es quintaesencial en esto– TikTok.
Hay ventajas en el nuevo paradigma comunicativo: por ejemplo, el mismísimo Allan Moore asegura que la pereza o la procrastinación en su vida de joven escritor tenían todo que ver con el miedo al rechazo. Posponer la publicación de una primera suma de cuentos, la primera novela o la primera maqueta, entonces, tenía mucho que ver con la indigestión de no querer asumir que, vaya, uno no había nacido para eso. Hoy, sin embargo, una gran cantidad de la juventud global no tiene el menor reparo de expresarse frente a la cámara. Es, en términos marxistas actualizados, la era del prosumer del que tanto hablamos en esta columna quincenal: un consumidor de contenidos que, a su vez, es productor de contenidos. Es –y esto dará para ensayo– el fin de la idea de autoría, bastante más reciente en la historia de la humanidad de lo que nos parece. Cualquiera podía tener su minuto de gloria en televisión y cualquiera (mucho más este segundo cualquiera) puede tener su viral en TikTok; la tasa de usuarios con un clip o dos con millones de reproducciones, mientras que el resto apenas tienen unos cientos o miles, demuestran que la casualidad, la gracia puntual de una situación habitualmente no precocinada, atrapa mejor la atención que un proyecto profunda y debidamente mesurado. No importa el autor, sino la obra (el momento perdido en el espacio tiempo). Y si esto es así, que lo es, ¿qué mensaje lanza para aquellos que deciden hacer de la expresividad abstracta o no limitada su forma de vida? ¿Qué sentido tiene la idea de artista frente a un scroll infinito donde lo accidental, tópico y fisiológico domina al algoritmo? ¿Qué algoritmo pausa el espacio y el tiempo para permitirse un pensamiento que supere los 15 segundos?
Podría parecer que es injusto situar a TikTok en la categoría de nuevo museo. Parece más justo situarlo en la categoría de nuevos medios. Sin embargo, la antigua inaccesibilidad a los medios daba otro sentido a los espacios de expansión mental. Entonces se producía inevitablemente al margen de los medios, a la espera de una atención que casi nunca llegaba. Hoy, por contra, ya no atienden a esos medios tradicionales porque nunca formaron parte de sus vidas (quizá, solo con alguna edición de MasterChef Junior). Hoy, por contra, sus creaciones sí podrían viralizarse en esos nuevos medios de los cuales su generación tiene la llave. Y aquí llega el problema, porque entonces estos nuevos medios sí son el continente. Los nuevos si son el espacio para las ideas. Uno donde, por si fuera poco, sus iguales pueden pasear durante varias horas al día. Y así sucede que no pocos conciben la cuadrícula de 3x3 en Instagram como un panel donde colgar su arte visual, otras tratan de comprender cómo funciona el algortimo de Spotify para colarse por una rendija y tres cuartos de lo mismo sucede con el audiovisual en Twitch o YouTube.
El problema de este nuevo paradigma donde los continentes culturales se sitúan en una pantalla vertical es, precisamente, el cómo de la atención. Cómo algo prospera. Cómo algo se hace visible, suena. Aquí pasan a operar las leyes de la dopamina: respuestas rápidas a ideas satisfactorias o, dicho de otra manera, un lugar donde algo incómodo no tiene cabida. Mejor cabida tienen aquellos que, sin tener porqué aportar pruebas, nos hablan de cómo ganar dinero. Cómo hacerlo ya. Cómo invertir 100 euros y pensar en activos, pasivos, tipos de interés y aumentar tus fuentes de financiación antes de entrar en la Universidad. Este es el escenario con el que convive cualquier joven artista, todo nuevo creador. Un panel donde las ideas satisfactorias, la consecución de éxitos materiales, ocupa un lugar predominante. Los espacios físicos en este sentido, casi por inducción, van camino de convertirse en una posibilidad algo más clasista y –aquí el problema– llamada a ofrecer ideas contradictorias. ¿Y quién está dispuesto a un rato de breves insatisfacciones y pensamiento cuando puede abandonarse durante el resto de su día en el scroll infinito?