La película escrita por el Premio Nobel de Literatura se reestrena esta semana en Cinestudio d'Or
MURCIA. Poco tiempo después de estrenar su obra maestra Ran (1986), el director japonés Akira Kurosawa acudió a Londres a realizar una charla. Muchísimos de los devotos de su cine no tuvieron cabida en el auditorio, pero no así un joven escritor británico de origen nipón que había crecido deslumbrado por su película Vivir (1952). Este relato sobre un funcionario del Ayuntamiento que da un vuelco a su monótona existencia cuando se le diagnostica un cáncer terminal había sido una revelación para Kazuo Ishiguro (Nagasaki, 1954), al que le habían calado su humanismo y su hondura existencial.
“Su mensaje era muy potente, porque distaba de las películas de Hollywood, donde insisten en que si te esfuerzas lo suficiente, puedes convertirte en súperestrella, en el presidente o darle un vuelco a tu vida haciendo algo fantástico que hordas de personas aplaudirán en la calle o en un estadio. Yo esperaba, en cambio, que mi existencia fuera pequeña. No provengo de un contexto familiar artístico. Pero la película de Kurosawa nos decía que podías sacarle el mejor partido a tus días. Hay posibilidades de que no recibas el reconocimiento que mereces, de que otra persona lo reciba en tu lugar o de que seas olvidado, pero esas no son las razones que han de impulsarte, como tampoco la cantidad de gente que te elogie. Lo importante en este sencillo mundo que habitas es que vivas tu vida lo mejor posible”, razona el Premio Nobel de Literatura 2017.
El autor de libros como Klara y el sol y Los inconsolables siempre se ha conducido con esa actitud. Lo cual es irónico si repasas su biografía. La entrevista tiene lugar en el Festival de San Sebastián después de su trabajo como jurado en la Mostra de Venecia. La entidad de su obra no invalida el mensaje de Vivir. Durante años, Ishiguro ha deseado que alguien tomara el material original y trasplantara la historia a Inglaterra. Como nadie se decidía, él mismo lo ha adaptado para transmitir su concepto a otra generación.
La película se titula Living y ha sido abrazada con entusiasmo por todas las muestras de cine donde ha recalado. Esta disponible en la plataforma Filmin, pero toda esta semana, Cinestudio d'Or, da la oportunidad de verla en pantalla grande. “Mi intención no era rehacer el filme original de Kurosawa, sino unir el material original con aspectos de la sociedad británica y de la forma de ser inglesa. Un conjunto de valores que desaparecieron tras la II Guerra Mundial y se engloban en la figura del caballero”, explica el guionista.
En su versión, Nighy da vida a un veterano funcionario de los años cincuenta que lleva una vida inane, sumido en una burocracia rutinaria. Cuando le es comunicada una enfermedad mortal, vacía su cuenta de ahorros para trasladarse a la costa y desmelenarse como no lo hizo en la juventud. Pero la vida nocturna no satisface su necesidad de darle un sentido a sus últimos días. Será la vitalidad contagiosa de una joven empleada de su oficina interpretada por Aimee Lou Wood -conocida por su participación en la serie de Netflix Sex Education-, la que lo anime a poner todo su empeño en hacer feliz a los que le rodean.
La película, dirigida por el realizador sudafricano Oliver Hermanus, tiene un poso melancólico y una elegancia que invocan otra era del audiovisual. “El productor Stephen Woolley y yo compartimos una pasión por un tipo de cine británico que existió desde finales de los años treinta hasta finales de los años cuarenta. Hay películas maravillosas, como los último filmes de Alfred Hitchcock rodados en Gran Bretaña, caso de El hombre que sabía demasiado (1934), y las películas de Carol Reed, Anthony Asquith, Jack Cardiff, Basil Dearden y el tándem The Archers, formado por Michael Powell y Emeric Pressburger. Fue la última vez que el cine británico tuvo la confianza en sí mismo para cultivar un estilo que le era propio”, repasa el novelista, que señala cómo esa seguridad también se trasladó al comportamiento y el aspecto de los actores. Desde 1949 no habíamos vuelto a ver a un personaje como el de Michael Redgrave en Alarma en el expreso (Alfred Hitchcok, 1938), cómodo en su piel y en su manera de bromear. “A partir de entonces surge una nueva generación de intérpretes, como Michael Caine y Sean Connery, que son grandes actores, pero su forma de representar una figura heroica cambia. Se americanizaron”.
Ishiguro, del que la Academia Sueca destacó su hincapié en la memoria, el tiempo y el autoengaño, ya perfiló esa figura masculina digna y noble en uno de sus mejores libros, Los restos del día, adaptada a la gran pantalla en 1993 por James Ivory, con Anthony Hopkins en el rol de un mayordomo que prima el rigor y la obediencia en su trabajo frente a sus sentimientos.
“Esa condición es una metáfora universal, no solo relevante para la gente de mi país. Todo el mundo, mujeres y hombres, comparten el miedo a las emociones, la necesidad de controlar un mundo muy difícil de dominar. Tu universo puede estar haciéndose añicos, pero te aferras a una rutina rígida y a un saber estar. Esa condición de inglesidad tiene que ver con el sentido del humor, con la dignidad, con el eufemismo, con sentirse parte de una nación más grande, aunque seas alguien bastante insignificante en su seno. Pero especialmente, la forma en que afrontas situaciones muy complicadas emocionalmente, cómo las ignoras o las afrontas con estoicismo y resignación”, sintetiza el también autor de Nunca me abandones, adaptada así mismo al cine. En este caso por Mark Romanek en 2010 y con Carey Mulligan, Andrew Garfield y Keira Knightley como el triángulo protagonista de este relato de ciencia ficción.
Ishiguro no firmó el guion en ninguna de las dos ocasiones. Rehúsa, de hecho, adaptar ninguno de sus libros al cine. Comparte que escribir una novela le lleva una dedicación de cinco años y cuando la termina, pasa página y prefiere hacer algo nuevo. “Igualmente opino que es mejor que una persona distinta revise lo escrito, porque para hacer una buena película has de ser implacable con el material original”. Sí ha firmado, en cambio, los guiones de las películas La música más triste del mundo (Guy Maddin, 2003) y La condesa rusa (James Ivory, 2005). También las letras de numerosos temas de la cantante angloestadounidense de jazz Stacey Kent. Su relación profesional se remonta a 2007, año de la publicación del álbum Breakfast On The Morning Train.
“Las canciones duran dos o tres minutos y el principal objetivo es lograr que perduren en la cabeza del oyente. Si escuchas un tema y al terminar te olvidas de él, es que no es bueno. Una canción ha de ser como un virus, debe penetrar en una persona y permanecer en ella el resto de su vida. Toda vez que algo terrible o feliz te sucede, una canción concreta emerge a la superficie porque se ha convertido en algo importante para ti”, valora.
Su trabajo como letrista fue anterior al de novelista y ese comienzo ha marcado su escritura de ficción. “Hoy en día, hay muchas clases de escritura creativa. En todas se habla invariablemente de cómo mantener la atención de los lectores, pero lo que no se discute es cómo crear algo que permanezca en el recuerdo de la gente durante años. Esa ha sido siempre mi prioridad, cómo escribir algo que perviva, cómo embrujar a la gente con un libro o con una película”. Cinéfilo confeso, se declara desconcertado cuando una película muy absorbente, desaparece de sus pensamientos dos días después. Distingue, por tanto, entre el entretenimiento y la trascendencia. “La diversión tiene su valor, por supuesto, pero sigo rigiéndome por las prioridades de un letrista, intentar formar parte de las emociones y la memoria de la gente. Espero que Living obsesione a la audiencia, porque la película de Kurosawa así lo hizo cuando era muy joven conmigo”.