Ayer vi la película española Upon entry (La llegada) y no pude dejar de pensar en una experiencia similar que tuve hace unos diez años. La sinopsis de la película es simple: una pareja llega a un aeropuerto de Estados Unidos y es sometida a un control de aduanas. Simple y efectiva porque un control de aduanas, bien contado, puede ser terrorífico. Los aeropuertos, como ya he explicado en otros artículos, me parecen siempre un teatro absurdo donde se fomenta el miedo. Donde todos somos culpables hasta que se demuestre lo contrario. Pero un control policial como el que vive la pareja de la película o como el que yo viví hace años va mucho más allá y me gustaría contarlo por una razón sencilla: explica muy bien el clima de tensión y presión que vive Israel.
Volvía de visitar China con mi pareja y en el aeropuerto de Pekín, ya dispuestos a volver a España, nos dimos cuenta de que el control de pasajeros estaba lleno de agentes de rasgos caucásicos. Pensábamos que algo grave estaba pasando hasta que nos dijeron que era un control rutinario porque volábamos con la compañía aérea israelí El Al. La verdad es que habíamos elegido el vuelo por su precio, nos daba igual volar con una compañía que con otra, pero el caso es que íbamos en un avión de El Al hasta Tel Aviv, donde teníamos un transfer con otra compañía cuyo nombre ni recuerdo ni importa.
"Un animal asustado es un animal peligroso"
Dos hombres se acercaron y nos pidieron los pasaportes. Comenzaron a mirarlos y a mirarnos, una y otra vez. Demasiadas veces. Luego cerraron el pasaporte y se nos quedaron observando fijamente hasta la incomodidad o la risa, dependiendo de cómo te lo tomaras. Según nos había contado una turista española con la que coincidimos en ese mismo viaje, los israelís son educados desde niños para descubrir enemigos. Tenía primos en Jerusalén y decía que hacían simulacros de ataques musulmanes cada poco tiempo, así como les enseñaban a reconocer terroristas en gente que estaba en un mercado o subía a un autobús. Supuse que estaban intentando descubrir en nosotros alguna de esas cosas que delatan a los terroristas. Yo llevaba la barba bastante crecida tras el viaje, pero no se me ocurrió nada más que me asemejara al estándar de terrorista árabe.
—¿Os importa que os hagamos unas preguntas personales? —dijo de pronto quien parecía estar al mando, un hombre elegante vestido de negro que según deduje era agente del Mossad, el servicio secreto israelí.
Por supuesto, no era una pregunta y lo supimos por el tono. Hubiese sido más correcto decir: vamos a haceros un interrogatorio y debéis responder a todas, por incómodos que os sintáis.
Comenzó a indagar en nuestra vida y respondimos un tanto confusos por la inesperada situación. Habíamos cogido decenas de vuelos en nuestra vida y jamás habíamos vivido algo así. Y mucho menos al coger el vuelo de vuelta a casa. Tal vez tenía sentido si entrabas a un país, pero ¿en el vuelo de vuelta al tuyo?
—Ahora vamos a interrogaros por separado.
Aquello era ridículo pero seguimos sus indicaciones y cada uno de nosotros fue con un agente.
—¿Dónde la has conocido? ¿Vivís juntos? ¿A qué se dedica tu pareja? ¿Cuál es el motivo de vuestro viaje a China? ¿Por qué tenéis interés en viajar a Tel Aviv?
Yo ya estaba cansado de que me trataran como a un delincuente y mi respuesta fue agresiva, pero con una sonrisa. A su estilo.
—No tenemos ningún interés, sólo hemos cogido un avión a casa con tan mala suerte que hace transbordo en Tel Aviv. Si mira el billete verá que no estaremos allí más de dos horas, cambiando de vuelo.
Llegaron nuevos funcionarios. Supongo que los israelís pagan muchos impuestos, pues pasamos por las manos de más de diez personas durante ese control. Y eso que todavía estábamos en el aeropuerto de Peking. Todos sonreían y todos nos decían que no pasaba nada, pero no nos dejaban avanzar.
—¿Pueden sacar lo que tienen en las maletas? —ordenó alguien.
—Estas las vamos a facturar —le dije, esperando no tener que deshacer la maleta más grande.
—Está bien, abran sólo las que vayan a llevar con ustedes y revísenlas. Tal vez alguien ha metido algo en ellas durante el tiempo que las maletas han estado en la recepción del hotel, por ejemplo. Asegúrense de que no hay algo extraño.
Saqué las cosas, vi que todo estaba en orden, que nadie había metido nada raro en ellas y volví a colocar todo dentro. En ese momento el hombre, que había estado observando la misma operación pero realizada por mi pareja, se acercó:
—¿Qué haces? ¿Por qué lo has guardado de nuevo?
Empezaba a mosquearme.
—Todo está correcto, nadie ha metido nada dentro.
El hombre me hizo un gesto para que la volviera a deshacer.
—¿Tengo que volver a sacarlo todo? ¿No se suponía que era para que yo viera si…?
El hombre se giró y se dirigió a otros en hebreo. No entiendo el idioma, pero entendí algo así como: no quiere colaborar. Al final saqué las cosas, claro. Calcetines, pins para la nevera, libros, algún regalo para la familia…
—¿Hay algo que no reconozca?
—No, ya le he dicho que todo está en orden.
Llegó una chica:
—Hay algo que os hayan regalado?
—El hotel nos ha regalado un abrebotellas- dije en broma.
Los dos funcionarios se miraron.
—¿Lo saca para que lo veamos?
Sin poder creerlo saqué de la maleta principal el abrebotellas. Era un pequeño objeto redondo, sin aristas ni filos. El agujero semicircular que abría las botellas de cerveza era la boca de una máscara china sonriente.
Pero esto es solo mi impresión, al parecer era un arma mortífera.
Se llevaron el abrebotellas, que vi cómo pasaba de mano en mano hasta llegar al jefe. Unos minutos después volvieron con una bolsa aislante que sellaron con el objeto dentro.
— Vuelva a guardarlo, pero no se le ocurra sacarlo de la bolsa. Podría ser peligroso.
— ¿Peligroso? ¿Cómo voy a usar un abrebotellas de forma peligrosa?
Comenzaron a etiquetar nuestros bolsos. La etiqueta de la mochila donde estaba el abridor-máscara sonriente era de diferente color: azul. Al parecer el regalo era altamente terrorístico, porque no podíamos apenas avanzar hacia la puerta de embarque: cada vez que uno de los funcionarios -chinos o caucásico- del aeropuerto veía su color nos paraban o nos sacaban de la cola para inspeccionar la mochila. Cuando veían la bolsa con el abrelatas todos parecían sorprendidos, lo que no impidió que nos parasen al menos tres veces.
Estuve tentado de decirles a los agentes israelís que me pusiesen la marca en un brazalete, como esos que llevaban sus antepasados en Alemania. Al final no lo hice, claro.
Justo antes de embarcar, una azafata china nos informó de que si éramos pasajeros de El Al podían abrir las maletas que facturáramos, revisarlas e incluso leer las cartas personales. En ese momento estallé.
—Los israelís están locos —dije bien alto. Y aunque no me contestó y bajó la cabeza con diplomacia, vi en su mirada resignada que pensaba lo mismo.
—Espere un segundo. Si pueden leer las cartas, voy a escribirles una, para que así se entretengan.
En ese mismo mostrador de la puerta de embarque escribí una carta en inglés dirigida al pueblo de Israel (Dear israelian people,), corta -pues tenía cola detrás- donde les decía que estaba muy contento de pasar por su país y de que leyeran mis cartas. Y les expliqué que me daban mucha pena.
Metí la carta en un bolsillo y facturé la mochila.
La cosa no acabó ahí, claro que no. Teníamos un arma peligrosa, lo que nos impidió embarcar como el resto de pasajeros. Primero nos pararon al ver la marca azul, después cuando una azafata de vuelo vio que nuestros nombres estaban marcados hizo una llamada telefónica y no nos dejó pasar hasta que alguien al otro lado de la línea no le dio permiso. Durante el embarque nos pidieron los pasaportes y nos registraron varias veces más. Llegué a pensar que era una cámara oculta. Pero no, no lo era. Incluso volvieron a hacernos algunas preguntas.
Diez años después, incluso yo dudo de esta estúpida situación. Por suerte la tenía escrita en mi blog de viajes, así que puede atestiguar que todo ocurrió tal y como lo cuento, por increíble que suene.
Una vez dentro del avión ya nadie nos molestó, pero fue en ese vuelo donde descubrí hasta qué punto los israelís son una isla ajena al mundo. En primer lugar, apenas había extranjeros. Conté seis. El resto eran todos israelís. Me dio la sensación de que utilizan casi exclusivamente sus propias aerolíneas El Al, cuyo lema es: It’s not just an airline. It’s Israel. Allí dentro las azafatas se dirigen a todo el mundo en hebreo y hasta las películas que ponen son en su mayoría en este idioma, como si el hecho de que un extranjero viaje en sus aviones fuera un extraño error.
Un extraño error que habíamos cometido sin querer.
La comida de todos los pasajeros tenía garantía kosher, por supuesto, firmada por un rabino, y se nos advirtió a los apestados (léase extranjeros) que no se nos ocurriera, una vez en tierra, salir del aeropuerto. Lo peor de todo es que el telediario que se veía todas las pantallas de televisor del avión, además de estar en un idioma incomprensible para mí, sólo mostraba atentados y terroristas con barba.
En ese momento me parecieron una parodia y me dieron mucha pena. Me dio pena ese miedo que les hace desconfiar de todo, de dos españoles y de un ridículo abrebotellas chino. Me dio pena que deban viajar en sus propias aerolíneas para sentirse seguros y me los imaginé en su país, un pequeño trozo de tierra rodeado de enemigos, asustados hasta de su sombra. Enemigos que ellos se han buscado con sus políticas coloniales y autoritarias. Enemigos que ellos se han buscado porque según su religión son el pueblo elegido por Dios, lo que les da permiso para humillar al resto de pueblos. Todos inferiores.
Me dieron mucha pena pero hoy ya no me dan pena. Hoy me dan miedo. Un animal asustado es un animal peligroso. Un hombre asustado primero dispara a la oscuridad y luego mira a quién ha matado.
Y el gobierno israelí lleva años asustando a su pueblo, demonizando a los musulmanes como si fuesen la encarnación del mal.
Incluso los pobres niños, futuros demonios, deben ser asesinados, como repiten los sionistas, para que no acaben convertidos en terroristas. Porque claro, TODOS los palestinos son terroristas, la duda ofende.
Últimamente se excusan con que los que nos estamos de acuerdo con sus políticas somos antisemitas. Pero se equivocan: nadie odia a los judíos, si acaso estamos en contra del sionismo colonialista y de su estado terrorista. Tan terrorista como lo es Hamás, solo que son más rubitos.
Y la tele nos ha enseñado que los terroristas son morenitos.
Como nota final solo diré una cosa: en Europa, muchos de los que se autodenominan nazis o fascistas apoyan, curiosamente, a Israel frente a los palestinos.
Saquen sus propias conclusiones.