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DESDE MI ATALAYA / OPINIÓN

Intrahistorias de la Murcia que se come

Foto: MARCIAL GUILLÉN (EFE)
6/05/2024 - 

MURCIA. Asistí hace poco a una celebración en un conocido restaurante de la huerta de Murcia en la que nos sirvieron, entre los aperitivos, queso al vino, y como plato principal, chato murciano, dos delicatessen de las que ninguno de los comensales de mi mesa conocía nada de su intrahistoria, a pesar de ser ambos alimentos gourmet de origen murciano.

Y me dije que tenía que contar algunas curiosidades de por qué esos alimentos estaban ahora en nuestros platos: hechos supuestamente vulgares, corrientes, anecdóticos, aparentemente prescindibles que, sin embargo, a mi entender, contribuyen a nuestra manera de ser y sentirnos en el mundo. Porque es precisamente en estas intrahistorias en las que reposa la historia real de los pueblos, de sus gentes, de sus desvelos y preocupaciones, de sus alegrías, de sus afanes diarios.

Y qué mayor afán que el de tener que comer cada día. Para unos, por desgracia, con el objetivo de supervivencia. Pero, para nosotros, procurando placer. Porque como decía Billant-Savarin en su libro de culto Fisiología del gusto (1825) el placer de la mesa es propio de cualquier edad, clase, nación y época; puede combinarse con todos los demás placeres y subsiste hasta el final de nuestros días cuando los otros placeres hace tiempo que ya nos abandonaron.

Y entre los placeres del comer hay uno sutil e íntimo, evocado unas veces por el conjunto de texturas, olores y sabores, de sensaciones y emociones desatadas en nuestro cuerpo-mente cuando comemos algo. Y otras veces cuando recorremos el camino contrario, el de la mente-cuerpo, por ejemplo al sentirnos parte de un territorio, de una intrahistoria…

"EN LOS 80 Había que hacer patria, máxime en una región como la nuestra SIN sentimiento identitario"

En los años 80 del pasado siglo entré a la Administración regional tras superar la correspondiente oposición al cuerpo superior facultativo. Eran tiempos de ilusión y confianza en el futuro, aunque cueste creerlo en estos momentos de desconcierto y desesperanza. La Comunidad Autónoma de la Región de Murcia acababa de echar a andar y la reciente incorporación al mercado común venía regada de importantes cantidades de fondos europeos.

En la Consejería de Agricultura, Ganadería y Pesca a la que yo me incorporé, había que poner en marcha nuevas líneas de ayuda para fomentar las producciones regionales pero, también, actuaciones singulares que buscaban resaltar "el hecho diferencial murciano". Había que hacer patria, máxime en una región como la nuestra en la que se ha carecido de dicho sentimiento identitario.

Y uno de aquellos proyectos lo lideré yo. Se trataba de poner en valor la excelente leche que producían las cabras Murciano-Granadinas. Así, mi primer cometido fue elaborar un estudio sobre su comercialización y proponer medidas de mejora. Lo que me llevó a viajar por los campos de la Región y conocer cabreros extraordinariamente inteligentes, y algunos otros no tanto. Y descubrir rarezas, como ancianos jumillanos que hablaban en valenciano, o lo que fuese aquello, en pedanías a los pies de la Sierra del Carche, un territorio que años después asombrado pude ver incluido como uno de los míticos països catalans en un mapa propagandístico de los independentistas.

Una de las conclusiones de aquel estudio puso de manifiesto que los productores murcianos vendían su leche a sólo dos industrias lácteas, la principal localizada en Castilla-La Mancha, para "enriquecer" sus quesos manchegos de mezcla -vaca, oveja y cabra-, debido a la elevada cantidad y calidad de la grasa de las cabras murcianas.

Por ello, con el fin de que las plusvalías se queden aquí, se propuso fomentar la elaboración de queso en la Región, ¿pero qué queso? Y ¿por dónde empezar sin tradición quesera? Afortunadamente, sucedió por aquel entonces que vinieron a visitarnos un grupo de buscavidas catalanes, gente joven que se habían conocido en los mercados queseros de Holanda, y que viendo el negocio habían constituido una empresa, la Asociación para el Fomento del Queso Artesano- AFQA-, con la que ofrecer por las comunidades autónomas servicios como el que nosotros le contratamos: crear un queso de cabra autóctono que sirviese como "banderín de enganche" para impulsar la fabricación regional de quesos.

Tras varias pruebas de elaboración y una serie de catas que realizamos en el restaurante El Churra se eligió el "queso al vino", un queso de pasta lavada –lo que favorece un sabor suave a pesar de ser de leche de cabra- que era bañado externamente en vino doble pasta de la variedad Monastrel, lo que le confería un color de corteza burdeos muy atractivo. Además, se procuraba una operación de marketing  vinculando dicho queso nuevo a un producto tradicional tan reconocido y reconocible como los vinos de Jumilla, Yecla o Bullas.

Este nuevo queso, junto con la quesería que se construyó en el Centro de Selección y Reproducción Animal –CENSYRA- de Guadalupe, y los cursos de elaboración de quesos que se impartieron por Antonio Luna, el biólogo y maestro quesero que contratamos al efecto, conseguimos, con "cuatro perrujas" como se dice en Murcia, impulsar la industria quesera regional y, además, mejorar el precio de la leche de cabra al romper el oligopolio de la demanda.

El otro manjar murciano del que quiero hablaros es el chato murciano, aunque antes que nada, me gustaría reseñar su imponente físico: el perfil de su cara es cóncavo con el morro pegado a la cara, de ahí su nombre, y con un color de capa predominantemente oscuro. Sus orejas no muy grandes ni caídas, su rabo semejante al pezón de las calabazas y su mirada la de un ojal oblicuo.

Pues bien, este animal se criO durante siglos y era alimentado por los huertanos con los desechos de las hortalizas, frutos y frutas que cultivaban, así como con los desperdicios de la cocina y algo de maíz o cebada.

"La matanza era una fiesta: mayores y pequeños se lo pasaban a lo grande"

Acostumbraban a tenerlos atados por una pata a uno de los árboles que había en la puerta de las barracas, normalmente una higuera o una morera de ahí que a estos cerdos se les conociera como “sogueros”, y su vida transcurría plácidamente con el único entretenimiento de su variado menú. Así engordaban rápidamente, con carnes prietas y bien engrasadas, y en nueve o diez meses llegaban a pesar más de 100 kilos, momento en el cual, próximas las fechas de la Navidad, eran sacrificados en el transcurso de la matanza.

La matanza era un día: era una fiesta, y todos, grandes y pequeños, se lo pasaban a lo grande. Los mayores bebían vino y todos comían carne de cerdo a la brasa o en buenos guisos, y se elaboraban las ricas morcillas, salchichas y salchichones, morcones, sobrasadas y demás embutidos, así como se salaban los jamones para su posterior maduración. De este modo se proveían los huertanos de alimentos ricos en grasas -calorías- y en proteínas que les ayudasen a pasar el crudo invierno, cuando precisamente más escaseaban otros alimentos.

No puedo dejar de cortar y pegar esta descriptivo pasaje del libro Años y leguas (1928) de Gabriel Miró, en referencia a un chato murciano y su matanza: "Todo el enorme animal se despertó, volviéndose un poco hacia Sigüenza: resopló en la inmundicia, y su mirada de cicatriz le decía: Esto se acaba, porque llego a la plenitud de mi gordura. ¡Soy perfecto! Era verdad. A la mañana siguiente lo degollaron".

Pero estos cerdos, como sucedió con otras razas animales como la vaca murciana, a mediados del pasado siglo fueron desapareciendo ante otras foráneas seleccionadas genéticamente, más precoces y que crecían más rápido, con más magro y menos grasa, que era lo que comenzaban a demandar los habitantes sedentarios de las ciudades.

Sin embargo, cuando más negro se veía su futuro, sucedió que los consumidores, cansados de comer la carne de cerdo seca y estropajosa de los nuevos cerdos, empezaron a demandar carnes de mayor calidad, más jugosas y sabrosas. Así, la grasa infiltrada entre las fibras musculares volvía a ser un valor en alza -pensemos en el pujante reconocimiento del alto valor gastronómico de los jamones y embutidos de los cerdos ibéricos, por cierto, parientes lejanos del chato murciano-.

Hoy, afortunadamente, gracias al acertado trabajo de unos pocos investigadores del Instituto Murciano de Investigaciones Agrarias y Alimentarias -IMIDA- capitaneados por el doctor en veterinaria Angel Poto, y en colaboración con algunos avezados ganaderos que vieron la oportunidad de negocio, el cerdo chato murciano ha reconquistado nuestros platos.

Les animo a que la próxima vez que tengan la dicha de echarse a la boca una cuña de queso al vino, o un trozo de chato murciano, cierren los ojos y disfruten imaginando un rebaño de preciosas cabras Murciano-Granadinas, negras o caobas, pastoreadas tranquilamente en un atardecer de primavera por alguno de los áridos campos de la Región; o un cerdo soguero, ahíto de higos y moras, recostado y durmiendo plácidamente a la sombra de una barraca en plena canícula del verano.


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