MURCIA. En estos años en los que se ha dicho tanto, y tan poco meditado, paradójicamente en nombre de la sensatez, he escuchado en corrillos informales hablar de un modo jactancioso del sufragio censitario -no contemplado en nuestra Constitución- con tal ligereza y suficiencia que cualquier demócrata liberal, ante semejante despropósito, se llevaría las manos a la cabeza y luego al corazón.
"Y pensar que mi voto vale lo mismo que el de Fulanito", manifiestan algunos. Con gran acierto dijo Saavedra Fajardo: "Felices los ingenios pasados, que hurtaron a los futuros la gloria de lo que habían de inventar". Y es que pléyades de pensadores de tiempos pasados ya advirtieron que la opinión de un ingeniero puede tener el mismo valor que la de un contable, que la de un agricultor, que la de un veterinario, que la de un administrativo o que la de un economista sobre un asunto técnico que todos desconocen, es decir: ninguno, porque no existirá una opinión fundada, máxime si cada uno de ellos se deja arrastrar por el sentimentalismo en un mundo tan complejo y tan cambiante como el actual; del mismo modo que los términos morales son asimilados por cada persona de una forma e intensidad distintas, lo que puede ser objeto de un mal uso.
"votamos intereses, y todos los intereses personales valen lo mismo dentro de la legalidad y de la ética"
En realidad, votamos intereses, y todos los intereses personales valen lo mismo dentro de la legalidad y de la ética. Y elegimos a nuestros representantes para que ellos se ocupen de lo específico y de lo técnico que desconocemos. Estos hechos me llevan a pensar en el referéndum como algo elevado que, en una democracia parlamentaria, no ha de ser manoseado, descargando la responsabilidad de una decisión compleja en el ciudadano de a pie, que requeriría de datos técnicos ciertos que, posiblemente, no tenga a su alcance.
Además, en este momento de posverdad, nos dice lo siguiente Moisés Naím: "Los grupos de presión, en lugar de organizar un ataque frontal contra la ciencia, dedican años y años e invierten grandes cantidades de dinero para socavarla (…). La táctica siempre es la misma: apropiarse de las formas externas de la ciencia para ocultar las conclusiones de los verdaderos científicos". Ortega y Gasset llamó "barbarie del especialismo" a la suficiencia con la que un experto en una materia concreta, y en la que incluso podía ser eminente, opinaba sobre otras que desconocía. "El especialista" que describía Ortega quería decidir sobre materias que excedían de su ámbito de conocimiento, a pesar de considerar diletante "la curiosidad por el conjunto del saber". Pues bien, no sabría decir si hoy somos diletantes o bárbaros, o más diletantes que bárbaros, o viceversa. O simplemente estamos confundidos. Pero, ¿qué sabremos con precisión acerca del cambio climático aquellos que no somos científicos? ¿Qué sabremos con amplitud de la carrera china por las energías renovables? Como apuntaba Julián Marías, un cirujano no pregunta al paciente, bisturí en mano y antes de la anestesia: ¿por dónde corto?
Lástima que personas erráticamente llamadas activistas cometan actos vandálicos ensuciando obras de arte, alzando la voz por encima de la comunidad científica, de manera que aviven luchas cargadas de subjetivismo que impidan a los ciudadanos conocer de forma más o menos aproximada la realidad de los problemas a los que nos enfrentamos, haciendo que científicos, empresarios y humanistas queden en un segundo plano. Si bien es cierto que hoy, abrumados por la amalgama de datos ciertos e inciertos que flotan en el proceloso mar de Internet, y ávidos de una seguridad divina imposible para el hombre se tiende a simplificar, y se acude al médico a decirle o a discutirle qué enfermedad tenemos, en lugar de explicarle humildemente, como profanos en la materia que somos, qué síntomas tenemos, en este naufragio en el que nadie se fía de nadie, en el que se quieren revisar hechos del pasado desde una óptica actual y distinta, y en el que resulta un ejercicio de riesgo recordar las gestas de un Fernando el Católico al que Maquiavelo, en su idea de unificación de la nación italiana, ponderó.
Recordemos que la fascinación de este último por el primero procedía de la capacidad de Fernando de Aragón para tener a España cohesionada, ocupada en empresas complejas, prácticas y superiores, y no en batallas estériles. Este espíritu ha sido el mantenido por todos aquellos eminentes hombres que, como Kant, Víctor Hugo y Jean Monnet -personaje apasionante este último-, han pensado en la unión de Europa a lo largo de los siglos, utilizando en numerosas ocasiones la mención: "Estados Unidos de Europa". Ahora que el particularismo ha arrastrado al Reino Unido hacia el Bréxit, es interesante recordar que Churchill apostó por la idea de Europa al terminar la Segunda Guerra Mundial. Supo que, en aquel momento, estaba dividida por el nacionalismo, y no porque los principios establecidos por todos los defensores de la Sociedad de Naciones fueran erróneos.
Del mismo modo, Francis Fukuyama nos dice en su última obra: que no es el liberalismo clásico lo que falla, sino algunas de sus derivas a izquierda y derecha. No existe un sistema perfecto, y no se trata de restringir el derecho al sufragio, sino de tocarlo con suavidad, respeto y sin llevar a los ciudadanos por el camino de la subjetividad. Para los españoles, por nuestra propia idiosincrasia, resulta polémica incluso la posibilidad de que el himno de España pueda contener una letra. Por eso resulta interesante algo que dice Safranski: "Para la política la paz es un deber; la cultura anhela amor y salvación, la política se preocupa, en cambio, por la justicia y el bienestar. Necesitamos las verdades intrépidas de la cultura a la par que las frías y útiles verdades de la política. De no mantener separadas ambas esferas corremos el peligro de padecer una política intrépida o una cultura insípida o, en el peor de los casos, ambas”.
Belén González es graduada en Administración y Dirección de Empresas