La primavera es la estación en que algunos se enamoran y otros, de aspiraciones más modestas, nos conformamos con visitar las ferias del libro. Prefiero las del libro antiguo y de ocasión a las que presentan las novedades del mercado. Así uno queda a salvo de cruzarse con una presentadora menopáusica, perpetradora de una novela rosa, o con un cocinero simpaticote del norte. Dos ejemplares habituales en estas citas y que tienen de escritores lo que un huevo de castaña.
Me quedo con las ferias que exhiben los catálogos de las librerías de lance. Estuve en la de Valencia coincidiendo con las Fallas, y en la de mi ciudad en abril. Cuando acudo a ellas, piso tierra firme. No me darán gato por liebre. Disfruto demorándome en cada puesto, abriendo al azar las páginas de los libros, tocándolos, oliéndolos, incluso pesándolos, hasta que, vencidas las dudas, me decido por uno de ellos. Puede ser una edición antigua de La ciudad automática, de Julio Camba, o una colección de relatos del primer Valle-Inclán, de cuando era carlista y escribía sobre los amores de un caballerete con marquesas descocadas.
Mi respeto —rotundo y reverencial— se matiza con unas gotas amargas de melancolía. Porque aventuro que este oficio venerable y noble también se acaba, como luz que se extingue en un tiempo administrado por bárbaros. Los libreros viven de los lectores, sus clientes, y cada vez hay menos de estos últimos, y los que van quedando tienen, en buena parte, unos gustos que los devotos de la letra impresa rechazamos por considerarlos la calderilla barata de la literatura.
Una tarde gris de abril, como decía, me dejé caer por la feria del libro antiguo de mi ciudad. Cumplía 44 ediciones. Sólo había cuatro puestos en una pequeña plaza, cuando en la pasada década ocupaban un largo paseo. Son los últimos de Filipinas. En uno de los stands reconocí a un veterano. Le agradecí que fuera fiel a mi feria. Con orgullo me dijo que no había faltado ni un solo año. Su librería, que lleva el nombre de una novela de Rudyard Kipling, está en Barcelona. Cercano a la jubilación, es hombre bajo y corpulento, que gasta bigote generoso y habla con marcado acento catalán. En navidades le compré Mein Kampf de Hitler. El librero se apresuró a meterlo en una bolsa de plástico, como si fuera material de contrabando. A finales de 2023 comprar Mi lucha no era delito, pero ¿quién sabe lo que nos deparará el futuro en una España abocada a una «regeneración democrática»? ¡Da miedo imaginarlo! En abril me llevé la novela El gato, de Georges Simenon, autor que me alegra las tardes con su serie sobre el comisario Maigret. Ciertamente, la novela del belga es, a ratos, más inquietante que el panfleto del cabo austríaco.
Me hubiera gustado pegar la hebra con el librero, pero enseguida llegó un hombrecillo tirando de un carro de la compra del que extrajo una pila de libros, por si vendía alguno. Pero no hubo suerte. Después de ojearlos, el librero le dijo con la confianza de dos conocidos: «Tráeme algo de Almudena Grandes o Cien años de soledad». Me alejé de la feria —donde adquirí una antología de Manuel Machado, el hermano olvidado— preguntándome si volvería a ver a Kim Sardá (acabo de descubrir su nombre en internet). ¿Y si esta hubiera sido su despedida? Demasiado sacrificio para tan escasas ganancias. Me lo imagino atravesando el país con una furgoneta, hospedándose en una pensión familiar, cruzando los dedos para que no llueva, mano sobre mano viendo desfilar al personal indiferente a su mercancía… La vida de los viejos libreros es dura y desagradecida. Desde aquí les rindo homenaje a todos ellos en la persona de ese catalán de voz cavernosa y mostacho decimonónico, por haber dado brillo y sentido a un oficio que pronto será historia. Los echaremos de menos.
Este artículo se publicó originalmente en el número 116 (junio 2024) de la revista Plaza