La Gran Crisis Financiera cerró un largo periodo iniciado a finales de los años ’80, que estuvo presidido por una visión dominante: la plena convicción de que los mercados se autorregulaban y, en consecuencia, que la intervención de los poderes públicos era innecesaria y, para la mayoría, dañina. Donde más se concretó ese marco mental fue en los mercados financieros, que fueron adquiriendo un mayor peso en la economía en detrimento del sector real, especialmente el industrial cuyo declive dentro del PIB de los países occidentales fue cruz de una moneda cuya cara fue el ascenso de los países emergentes. Es decir, la globalización de la economía.
La Gran Crisis Financiera de 2008 dio paso a una década de crecimiento anémico, compensado por incesantes estímulos monetarios que han provocado una excepcional era de inundación de liquidez, inflación baja y tipos de interés bajos. Y, aunque la excepcionalidad de esos fenómenos es evidente, no ha sido sino la pandemia COVID de 2020 la que ha dado la puntilla a ese largo periodo de excepcionalidad anunciando un retorno a la normalidad anterior a 1990.
La pandemia puso de manifiesto la fragilidad de las cadenas de suministro y la conveniencia de dar prioridad a la seguridad sobre la rentabilidad, abriendo la puerta a una etapa de costes crecientes, políticas monetarias restrictivas e inestabilidad política y social.
¿Es eso una novedad? En absoluto. Lo excepcional han sido, por cierto, las décadas anteriores de laxitud monetaria. Colaborador importantísimo, y paralelo a lo anterior, ha sido una revolución tecnológica que ha cambiado la manera en que vivimos pero que, de momento, no ha traído crecimientos de la productividad como en otras décadas.
Para los inversores los cambios han sido igualmente importantes. El largo periodo de inundaciones de liquidez y de supremacía de la política monetaria ha traído una visión especulativa y cortoplacista de la inversión a la que los poderes públicos han intentado controlar incrementando la regulación y la supervisión de la actividad financiera.
Esta ha registrado un cambio importante. El negocio bancario tradicional, dominante antes de 1990 y caracterizado por captar depósitos y prestar a particulares y empresas, ha ido cediendo peso a favor de los mercados financieros que canalizan recursos de deuda y fondos propios. Ello ha obligado a los bancos a transformarse radicalmente reduciendo su papel de prestamistas para convertirse en distribuidores de productos financieros.
Esta evolución es muy significativa pues la forzada transformación de los ahorradores tradicionales en inversores de activos financieros es hoy el principal centro de inquietud para muchos.
Por un lado, los banqueros tradicionales se han convertido en comerciales que ofrecen productos que conocen de forma necesariamente limitada, lo que contribuye poco a dar confianza a los clientes. De otra parte, el predominio del cortoplacismo sacude a clientes y entidades financieras incapaces de ofrecer una visión de inversores a largo plazo para concentrarse en navegar en la volatilidad de los mercados que negocian activos líquidos.
Así pues, ¿cuál es una aproximación razonable en el actual entorno cambiante y volátil? Creo que debemos volver a la selectividad en la inversión en lugar de intentar practicar la habilidad de la especulación, reservada a muy pocos.
La historia acredita que la mayoría de los inversores en fondos de inversión obtienen retornos inferiores a los del propio fondo. La razón de esa aparente contradicción está en que las decisiones de inversión y desinversión tienen un elevado componente psicológico conducente a ir siempre a remolque del mercado. La naturaleza humana es así y resistirse a ello exige experiencia y convicción.
Los inversores experimentados saben que las cabriolas de los mercados tienen, en general, un recorrido breve y que, en el largo plazo, se imponen los fundamentos, es decir, la calidad del activo sea de renta fija (bonos) como variable (acciones). Adquirir esa convicción exige un mínimo conocimiento de las bases que otorgan retornos a largo plazo.
En las décadas anteriores la inundación de liquidez y la tecnología han permitido progresar la inversión indiciada que, esencialmente, implica “comprar el mercado”. Cuando éste entra en un periodo de volatilidad e incertidumbre se replantea la cuestión básica: ¿cómo invertir?
No tengo la menor duda que la inversión indiciada está aquí para quedarse. Pero también creo que en periodos de mayor exigencia y dureza del entorno económico, financiero, social y político la selectividad vuelve de manera natural pues “el mercado” no para de dar tumbos y transmite, además, una rara sensación de fatiga e insatisfacción.
Aceptar la volatilidad de la inversión líquida implica diferenciar valor y precio. En muchas ocasiones la volatilidad mueve los precios alejándolos del valor. Para la época en que nos toca vivir, zarandeada por múltiples presiones y conflictos, no me cabe la menor duda de que la selección de activos de calidad es el mejor “depósito de valor”.
Lamentablemente, la industria financiera tiene dificultades para ofrecer esa visión por razones estructurales y ha convertido la gestión financiera en una industria poco comprensible. Y, lo que es peor, no ayuda a reducir la ansiedad en un mundo acelerado.
Si los años que vienen confirman el anterior diagnóstico, los inversores deberán enfrentarse a un crecimiento económico bajo, inflación superior a la del pasado reciente y aumento de los riesgos globales de orden social y político.
Es imperativo, pues, proteger el patrimonio tanto del riesgo de pérdida de valor intrínseco, cuya expresión más radical es la insolvencia, como de la erosión de la inflación. Si, como es posible, los Bancos Centrales acaban aceptando una inflación superior al vigente 2%, los inversores deberán prestar atención y esforzarse por alcanzar retornos reales en el entorno del 4% - 6% a largo plazo.
Ello es difícil sin concentrarse en los activos financieros y reales de mayor calidad, es decir, aplicar un alto grado de selectividad.
Eusebio Díaz-Morera- Vicepresidente EDM Gestión, S.A. SGIIC