MURCIA. Cuando en 1982 escuchaba “El vinilo”, de Betty Troupe, me preguntaba una y otra vez de qué demonios hablaba la letra. Creo que ya sé la respuesta. Ha costado cuarenta años, pero qué es la vida sino saber esperar. Sobre todo, a lo que le veo sentido es al comienzo de la letra: “¡Hey! ¿No es extraño este vinilo?” Estamos inmersos en una nueva época dorada del disco en vinilo, el formato rey cuando hablamos de la música pop. Little Richard y Elvis se dieron a conocer con vinilos, lo mismo que los Beatles, Dusty Springfield, T-Rex, los Pistols, los Stone Roses, Nirvana. El vinilo es hoy el fetiche musical por excelencia. Los que nacieron cuando estaba en auge el cedé o los archivos digitales, son devotos de los álbumes de plástico. También lo son muchos de sus defensores, los que no vieron con buenos ojos la implantación del cedé y sienten mucha nostalgia de aquellos días con perfume de juventud y futuro. Mi colección de discos también creció acumulando. Recuerdo cuándo y cómo conseguí algunos de los álbumes y sencillos más importantes de mi vida. Cuando opté por vender la mayoría de mis discos, opté por quedarme con esos títulos. Lo hice por una cuestión sentimental, porque veo en ellos pequeños episodios de mi juventud. Esa actitud es la que sintetiza mi postura frente al vinilo. Es un objeto que aprecio en la medida que refleje un momento de mi historia. Mi primer disco de The Velvet Underground tiene el mismo valor que las copias en vinilo de los dos álbumes de Revinientes que Agustín y Pilar han impreso para mí. El primero forma parte de la creación de mi identidad. El segundo también, y además, es el símbolo de una amistad. Ambos me acompañarán mientras esté aquí, solamente espero que la humedad de El Saler no sea demasiado cruel con ellos.
Veo la imparable cascada de lanzamientos en vinilo y me acuerdo de la canción de Betty Troupe. Sobre todo, me acuerdo cuando, cada dos por tres, se anuncia una reedición de algún disco de Bowie en este formato. Ahora tal título en picture disc –creo que cuando era adolescente los llegamos a llamar fotodiscos-, ahora en vinilo de colores. A la gente le encantan los vinilos de colores y me parece normal. En 1977, cuando el punk y la nueva ola devolvieron el rock al público adolescente, lo habitual era que un disco tuviera su edición en vinilo de color. O en varios colores. O en fotodisco, como el Parallel Lines de Blondie o el single de Planet Caire de B-52's. Entre mis discos intransferibles está un extended play de Wayne County & The Electric Chairs, Blatantly Offensive E.P., que se podía comprar en vinilo dorado o plateado. Mi copia es dorada. Supongamos que yo ahora me desprendo de ese disco. De la misma artista tengo también el álbum Things Your Mother Never Told You -qué gran título- con una portada rugosa y laminada que recordaba a la textura del papel pintado de las paredes. ¿Me compraría un ejemplar similar fabricado en 2024 con motivo de algún día que conmemore el disco en vinilo? Ni hablar. Cuando tengo en las manos el ejemplar original de ese disco estoy reviviendo el día de Semana Santa de 1979 en el que me lo vendieron recién traído de Londres. Una reedición, por muy mejorada y ampliada e hinchada que esté, no me recordaría a nada, únicamente me empujaría a la nostalgia de una manera que no me gusta. Si quiero satisfacer mi nostalgia, leo libros de música que cuentan historias y me enseñan imágenes de aquellos años. Como si estuviera estudiando la carrera universitaria que en su día no hice, una en la que, además de arte, música, fotografía, diseño o literatura, también aprendo cosas que desconocía sobre mí. Me gusta saber más acerca de aquellos hechos que se metieron bajo mi piel en el momento apropiado.
Pero, ¿qué pasa con los artistas actuales de los cuales también disfruto? ¿Me compraría un álbum en vinilo de, por ejemplo, LCD Soundsystem? Si el disco me gusta, el precio es razonable y me puedo permitir el capricho, por supuesto. Uno de los motivos por los cuales me he deshecho de parte de mi colección de discos (así como de ropa que no uso y se estaba estropeando y libros que nunca he leído y que jamás leeré) es para ganar espacio. Para sentir también que no me ato al pasado, que cuando un ciclo termina, hay otro que da comienzo. Liberar espacio no es algo que atañe solamente a los ordenadores y los teléfonos inteligentes. No tiene sentido meter más trastos en una casa que parecía el Arca de Noé, pero poblada por objetos en lugar de por seres vivos. La última tormenta bíblica, la de enero de 2020, acabó mojando una de las baldas donde están los escritores argentinos. Rodrigo Fresán se salvó, pero hay algunos volúmenes de César Aira y Fogwill que se han quedado amarillentos y arrugados. El vicio de acumular tiene remedio. A esa conclusión también se llega cuando descubres que tienes que ordenar, una vez más, tu colección de discos. Otra mañana otra tarde, otro día invertido en eso. Ni hablar.
Cuando me llegan correos de discográficas anunciando reediciones y lanzamientos de discos nuevos y viejos siento saturación. Hablamos de sostenibilidad, pero yo empiezo a tener mis dudas acerca de la sostenibilidad de otro single picture disc de Bowie o de una reedición en vinilo de colores de Siouxsie o Bruce Springsteen. Si la fiebre por el vinilo sirve para que las tiendas de discos de siempre sigan abiertas, bienvenida sea. Yo no puedo evitar sentir más cariño por los discos de segunda mano que a esas novedades mutantes, esas reencarnaciones de obras que para mí son imprescindibles, que sin solera pierden parte de su atractivo. Si no son las copias que tuve cuando tenía que tener, no las necesito. Si van a venir a ocupar espacio solamente porque sí, no me hacen falta. Si no están aquí para explicarme algo acerca de mí, no me hace falta tenerlos. Si el desgaste físico de sus portadas no forma parte de mi propio desgaste, no me interesa. ¿Una reedición en vinilo de 2024 de Horses, de Blank Generation, de No New York, de Flowers Of Romance? Ni hablar.