MURCIA. ¿La mejor manera de ganar es fracasar pronto y mucho? Que el universo nos proteja de las americanadas. Es martes y noviembre, la resaca digital perdura, pero hay que leerlo, aunque no se lo dignan en los simposios sobre liderazgo: así como la enfermedad nunca es bella, el fracaso no divierte a nadie, ni siquiera lo hizo al equipo investigador que intentó que Viagra fuera realmente un medicamento para el corazón. Otra cosa es que usted se ría de las teorías ajenas, pero esto no va de que Darwin se equivocaba. Cualquier usuario de la sociedad de la inteligencia artificial se lo podrá confirmar.
Los quebraderos de cabeza, sean las discusiones sobre los usos del laboratorio, las broncas de departamento a la hora de firmar los artículos o las conspiraciones por hacerle ojitos a las multinacionales, no conjuntan bien con la embriaguez de recibir premios, de rozar los primeros puestos de la Clasificación de Shanghái, de obtener ayudas del máximo órgano europeo de investigación, de publicar estudios en Nature, de levantar rondas de inversión, de llenar de público foros de innovación. Porque en la ciencia feliz no puntúa el resultado, sino el producto que satisfaga una necesidad, muchas veces real, pero otras no.
Coetánea del movimiento psicológico del desaprender, la voluntad de huir de la zona de confort intelectual, la corriente en defensa del fracaso llegó como alternativa a la fiebre de la publicación de estudios de éxito (omitiendo errores y ocultando deliberadamente información relevante a los pares) para desengañarnos con mantras que van evolucionando según escuelas. De “el error es un prerrequisito esencial del éxito” o “el fracaso es una cuestión de enfoque” a “el éxito es un gran impostor” o “el éxito en ciencia no existe”, también hay cabida para los mensaje que piden dejar la ciencia libre de los discursitos de los ganadores y los perdedores.
En su traducción en la ciencia, se deduce la intención (digna y necesaria) de reivindicar el derecho al error en el ámbito de la investigación. Y lo hace para abrir los ojos de una comunidad investigadora cada vez más acostumbrada al autoengaño, a interpretar titulares (revistas especializadas, periódicos de masas e historias de Instagram) como nuevos eureka. Esta confusión entre publicación y descubrimiento, daño colateral de la innegable y global falta de gestión del tiempo, también contagia la mirada de los diseñadores de lo público.
Frente a los consejos que prometen el despegue de una carrera investigadora exitosa, empaparse de la literatura chic del fracaso, concebido como proceso inmanente al progreso científico, hoy es posible. Primero, porque está en auge gracias a la propagación de otra confusión, esta vez entre experimentar (ausencia de éxito) y empastrar. Segundo, porque resulta barato gracias, entre otros prodigios, al acceso libre, a la youtubesfera científica y a la ciencia ciudadana.
De la multiplicación de publicaciones, que dan visibilidad a las ideas frustradas más allá de los pies de página, una nueva derivación promueve que el error está bien, pero en ciencia no hay que equivocarse de cualquier manera. No todos los errores son iguales, lo aceptado es el fracaso brillante, también conocido como la ciencia del buen fracaso. Hay mucha tinta para alicatar ese nuevo mundo laboral que nos preparara la inteligencia generativa, por lo que la denominación no es ninguna broma. No solo hay voces que se animan a publicar manifiestos. Sin que usted se dé cuenta, los institutos de fracasos brillantes se multiplican por Europa.
El fracaso brillante viene con argumentos sutiles y bonitos. Sus autores, que se valen de la serendipia (el hallazgo por accidente o por intuición, basado en la suerte), lo definen como algo que se ha intentado con muy buenas intenciones y que en la toma de decisiones el personal investigador experimenta algo muy diferente de lo que intentaba lograr, lo que se interpreta como parte del fracaso. Lo que brilla en el proceso es el hecho de aprender algo, o al menos confirmar que esa no era la forma de hacerlo. Efectivamente, esta corriente incipiente tiene visos de que se cuele bastante humo.
Si se pone en el lado de la gestión científica, cabe cuestionar qué costes tiene para la sociedad la ciencia que se equivoca en un sistema de recursos finitos. Si empatiza con las condiciones laborales del personal científico, la pregunta es otra: ¿Cuánto hay de ideas y acciones erróneas y cuánto de falta de medios y precariedad en el fracaso? Si adopta la perspectiva de las administraciones públicas, no hace falta mucha creatividad: ¿Cabe regar con fondos la cultura del fracaso brillante como primera etapa hacia la ciencia excelente? Y todas estas premisas abiertas llegan cuando todavía no hay respuesta para el debate en torno a la buena y la mala ciencia.