Publicado por Barlin, ‘El arte de invocar la memoria’ planta cara al olvido colectivo recorriendo las heridas abiertas por la dictadura franquista
MURCIA. Un lenguaje secreto creado por presas políticas del franquismo a partir de cuadernos de costura, los zapatos de tacón con los que una desconocida asistió a su fusilamiento, un nombre tallado en el muro de un campo de concentración en 1939… Mediante El arte de invocar la memoria (Barlin), la escritora e historiadora Esther López Barceló conjura los demonios del olvido colectivo, dinamita la equidistancia frente a la dictadura militar y disecciona unas heridas que jamás llegaron a cicatrizar. Porque en los márgenes del pasado se agazapan algunas coordenadas de nuestro presente. Y asomarse al ayer puede ayudar a confeccionar una hoja de ruta frente a las amenazas e incertidumbres del mañana.
-Este libro supone un ejercicio de escritura posicionada contra el silencio y la amnesia social. ¿Qué opinas de iniciativas como la ley de Concordia impulsada por PP y Vox en el parlamento valenciano?
-Realmente contra la concordia están ellos, pero utilizan el concepto de forma lamentable, chusquera. Después de más de 40 años de democracia en este país por fin se estaba empezando a reparar el daño y a aplicar Derechos Humanos que reclamaba la ONU. Presentan la búsqueda de desaparecidos como si sus descendientes estuvieran sembrando la discordia. No ha habido más calma que la de las víctimas, que han tratado sus demandas por canales civilizados y llevaban desde los años 40 esperando recuperar los huesos de sus familiares. Demasiada calma ha habido, con bastante serenidad e inteligencia han afrontado esta situación. Estamos pidiendo a personas que sufrieron un asesinato que quedó impune, que se olviden y pasen página. Resulta deleznable. La herida está abierta desde hace décadas.
-¿Qué papel jugó la Transición en esa reticencia a indagar en nuestra memoria colectiva?
-El Estado instaló el miedo de manera consciente durante la Transición mediante las palabras y los hechos. Mariano Sánchez Soler habla de una “transición sangrienta”, pues hubo centenares de víctimas mortales en esa década supuestamente tan pacífica e idílica. El modelo español de impunidad se cimentó muy bien en la Transición sobre miles de fosas comunes.
-Tu ensayo es, entre otras cosas, una carta de amor a la arqueología. Incluso defines la exhumaciones como una “política de cuidados”.
-No se puede silenciar algo que ya hemos visto y en eso la arqueología es una aliada fundamental. Hemos excavado y encontrado los huesos de abuelos y bisabuelas. Sin la arqueología, en este país habría negacionismo. Gracias a esas fosas sabemos que desde el final de la contienda se asesinó sistemáticamente al oponente político. No hablamos de la Guerra Civil, sino de las víctimas que se llevó por delante la dictadura ya instaurada. Y no hablamos de fosas de los golpistas porque fueron exhumadas desde el 36, cuando Franco empezó a promulgar decretos al respecto.
El único proceso de exhumación malogrado es el que no se aborda. Cuando estás intentando localizar unos restos, da igual que el resultado sea negativo y haya que seguir buscando: el propio proceso es un avance, genera comunidad. Las fosas comunes eran también un castigo para los familiares porque les impedía el duelo y, con las exhumaciones, encuentran un escenario donde expresar su dolor.
-También explicas que durante el franquismo el tratamiento de los cuerpos podía emprender dos sendas opuestas: los restos de los vencedores eran glorificados; los de los vencidos, humillados.
-Desde el principio, Franco emprende conscientemente políticas de memoria para los suyos. Sin embargo, después atribuyen a la democracia esa actuación. Pero, de hecho, en democracia, se ha repatriado con dinero público los restos de los integrantes de la División Azul, que lucharon con los nazis. Ni la democracia ni la arqueología hacen distinción de cuerpos a la hora de exhumar.
-Una de las cuestiones que impregna el texto es la necesidad de dar sepultura a tus seres queridos como parte fundamental del duelo. Ahí se erige sin ambages el ser humano como animal simbólico.
-Si eso no tuviera importancia para los humanos, no existirían los cenotafios desde tiempos inmemoriales: necesitamos que haya una piedra a la que ir a llorar. Para la investigadora Zoé Kerangat, las fosas comunes son un “castigo postmortem” con voluntad deshumanizadora. El dolor no cesa hasta que no recuperas el cuerpo de tu ser querido y lo dejas en un nicho con su nombre. Cuando a los familiares les dan los restos, acarician la caja y son conscientes de que la violencia ha acabado. Es algo más emocional que racional. En cualquier caso, esa experiencia no suple a la reparación, que solo puede dar la Justicia, algo inexistente en España pese a la Ley de Memoria Democrática:
-De hecho, recalas en otras dictaduras, como la de Videla en Argentina, donde también hubo una gran represión y un enorme número de desaparecidos, pero que sí desembocó en un proceso judicial de reparación…
-En Argentina el año pasado seguía habiendo juicios contra los criminales, Videla murió en la cárcel… Se trata de un proceso completamente diferente en el que ojalá nos miráramos. Además, algunos hitos de las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo nos han servido aquí. Por ejemplo, en lo relacionado con la identificación genética de los restos óseos. Dictadores como Franco tenían claro que sin cuerpo no hay delito. Por ello, lo que pretendían con las fosas comunes no solo era negarles la dignidad de una sepultura, sino también ocultar las huellas del crimen. Aquí no existen los cauces democráticos que posibiliten a las víctimas ese acceso a la Justicia. Y todavía tenemos a muchos victimarios y víctimas vivos: quienes fueron encerradas por el Patronato de Protección a la Mujer, los afectados por los robos de bebés…
-Señalas que en la Transición se dan las primeras exhumaciones por iniciativa propia y al margen de la ley. Es decir, que ya existía esa voluntad de recuperar los restos de seres queridos, aunque fuese en secreto…
-Tras la muerte de Franco, muchas personas quisieron sacar a sus parientes de las fosas, pero fueron amenazados por figuras públicas de sus pueblos y paralizaron estas primeras exhumaciones.
-Un pendiente, un par de zapatos, un sonajero… ¿Qué vínculos se establecen entre las pertenencias de esos desaparecidos y la memoria que dejan tras su muerte?
-Para los familiares, adquieren la potencia de objetos sagrados. La prohibición del duelo los transforma en una especie de apéndice del cuerpo desaparecido. Siempre que hay un arrancamiento injusto, se producen una serie de comportamientos en los seres humanos que nos ayudan a paliar el dolor y que, a menudo, pasan por aferrarnos a ciertos artefactos y los recuerdos que nos evocan. Es un nexo que une a personas de diferentes territorios y épocas.
-También expones que, a veces, el espacio se convierte en un objeto desde el que hilvanar recuerdos.
-Una cosa es recuperar cuerpos de una fosa y otra es identificarlos. Los datos corroboran que llegamos muy tarde: de 1900 personas recuperadas en el País Valencià, solo 206 habían podido ser identificadas. Eso se debe, en gran parte, a que la identificación de ADN se hace con parientes de segunda o tercera generación. Si exhuman la fosa donde está tu familiar, pero no pueden identificar su ADN, solo tienes la certeza de que esa tierra le tocó, por lo que adquiere la fuerza del objeto. En la fosa 126 hicieron saquitos con tierra que repartieron a descendientes y amigos. Encontré un paralelismo en un museo estadounidense: guardan en tarros tierra de los lugares donde lincharon a personas afroamericanas, les ponen su nombre y los exhiben todos juntos para mostrar la dimensión de los crímenes racistas.
-Desde hace un tiempo, ciertos sectores reivindican la nostalgia hacia décadas anteriores. Consideran el pasado como un periodo más próspero y feliz. En cambio, tú señalas la nostalgia como una trampa…
-La nostalgia es el privilegio de los vencedores. Los que venimos de represaliados o de la clase trabajadora, que tanto sufrió y se vio atravesada por las consecuencias de la dictadura, no podemos tener nostalgia del pasado. Lo que tenemos es nostalgia por una infancia en la que vivían quienes ya no están, pero no porque nuestras condiciones materiales nos ofrecieran una vida que merezca ser recordada con añoranza. Muchas de nuestras abuelas sacaron adelante a su prole en condiciones terribles y nos intentaron ocultar su sufrimiento. Nos legaron ese trampantojo. Idealizamos que ellas estaban en una situación maravillosa, pero en realidad nos mostraban una visión muy maquillada de sus vidas. Quizás su alegría era real, pero estaba labrada a costa de mucho dolor.
-De igual modo, escuchamos proclamas como que ‘en los 80 había más libertad’ que en la actualidad.
En los 80 vivíamos en un silencio tremendo, en las aulas no hablaban de lo sucedido en el país diez años antes. No teníamos ni idea de cómo habíamos llegado hasta aquí, de que la dictadura se había cerrado en falso o de cómo habíamos entrado en democracia realmente. Creíamos que nuestras casas eran así porque nos había tocado y que si había unos que tenían más era por casualidad o porque sus padres se hicieron a sí mismos. Si hubiéramos estudiado el franquismo, nos habríamos enterado de por qué unos tenían más y otros menos. Ese silencio lo hemos tenido que llenar de forma voluntariosa y casi autodidacta durante este tiempo.
Resulta fundamental establecer la relación entre aquello que pasó y lo que pasa ahora o entre mis condiciones materiales y la posición de mis abuelos durante el franquismo. Entender que lo ocurrido hace dos generaciones puede repetirse. O saber que muchos herederos de grandes empresas lo son porque sus antepasados auparon al golpismo. A veces, cuando impartimos los contenidos en Secundaria parece que todo eso nos es ajeno, pero en realidad todavía se escribe en presente de indicativo.
-Frente a esa nostalgia azucarada acuñas la idea de ‘alterargia’…
-Para mí, la alterargia es la nostalgia que tenían mis abuelos por aquello que nunca vivieron. Mi iaia a los nueve años se tuvo que poner a cuidar de la casa y no pudo volver al colegio porque había llegado la dictadura. Tampoco le dejaron hablar valenciano. Todo eso hace que entendamos cómo hemos llegado a ser quienes somos. Ahí hay una herida tremenda, aunque sea inconsciente. Los parientes de las víctimas tienen nostalgia de no haber conocido a esa persona y de cómo sus antepasados habrían salido adelante si no les hubieran robado las tierras o quitado el trabajo, si no hubieran rapado a su abuela y la hubieran exhibido por la calle. Piensan en quién pudo haber sido ella en otras circunstancias.
-La necesidad humana de exteriorizar experiencias o ajenas es uno de los ejes que recorre este ensayo. La narración deviene catarsis.
-Pero para que eso ocurra tiene que haber alguien dispuesto a escuchar y eso es lo que no encontraron durante décadas. Cuando alguien está dispuesto a escuchar, estas personas empiezan a reparar el trauma. Hablo de ‘anatomía de una herida abierta’ porque supone una herida abierta colectiva. Ese relato nos atraviesa a todos de una forma u otra, es imposible que no te haya acariciado, aunque no sepas cómo, aunque no tengas a una persona en una fosa.
-En esa pulsión por relatar la propia existencia encontramos los graffitis en muros de cárceles o cementerios, esos ‘epitafios de urgencia’ a los que dedicas un apartado.
-Son una evidencia arqueológica –a menudo, la única que existe– de que, por ejemplo, un lugar fue un campo de concentración. En todo centro de reclusión donde se sufre, hay un graffiti. El ser humano necesita dar fe de vida y la palabra escrita tiene una capacidad de consuelo impresionante. Escribir es humanizarse. Recuerdo a esa mujer acribillada que, a punto de morir, coge sangre con el dedo y, en vez de escribir el nombre de sus asesinos, escribe mamá y papá, como si así invocara su presencia en ese instante de horror. En una visita a Caravaca de la Cruz, el guía no nos contó que el recinto que recorríamos había sido campo de concentración franquista. Sin embargo, mirando bien uno de sus muros –algo que hago mucho– encontré dos nombres fechados en 1939. Pensé, ‘¿Qué haces dejando aquí tu nombre en el 39 si no es porque estás preso?’. Busqué en Google y, efectivamente, había sido un espacio de represión. El muro me lo gritó. El estímulo de la palabra escrita hace que incluso algunos se jueguen la vida, como quien saltó la tapia del cementerio de Granada para hacer cruces en las ubicaciones donde habían asesinado a seres queridos.
-Cuentas que “no existe memoria sin arte”. Es más, dedicas un capítulo a distintos proyectos creativos que ponen el foco en la represión y la reparación.
-Quería hablar de esas formas de invocar la memoria que no son propuestas cerradas u obvias. Para ello, el arte es fundamental. En concreto, recurro al trabajo de María Rosa Aránega, Eugenio Merino, María San Miguel y Eva Máñez. Me interesaba su proceso creativo, cómo construyeron el pensamiento hasta llegar al resultado final. Quería saber desde qué lugar nació su deseo de crear esos proyectos. Hay que invocar la memoria personal para alcanzar la colectiva, pues la única forma para comprometerte con una causa es que te apele de alguna manera.
-Otro asunto que abordas es el vínculo entre mujer, memoria y actividades manuales, en especial, aquellas relacionadas con el tejido. Un ámbito tradicionalmente desdeñado por la mirada patriarcal como es la costura se transforma en ecosistema para la acción política femenina.
-El tejido ha sido históricamente un ámbito femenino, al que debían dedicar muchas horas de trabajo, así que es comprensible que recurrieran a ese medio para expresarse. El patriarcado lo atraviesa todo, pero estamos empezando a abrir brechas y a leer desde otros puntos de vista toda esa memoria. En el libro recopilo diferentes prácticas ya conocidas, pero también expongo un lenguaje secreto de mujeres presas políticas del franquismo a partir de la costura. En los años 30, para aprender a tejer patrones con cuatro y cinco agujas, se empleaban unas abreviaturas que todas entendían y cuyo conocimiento hemos perdido por completo. De madrugada utilizaban esos patrones para tejer a la luz de la bombilla del retrete. Sus parientes vendían las piezas y así conseguían recursos.
Pero además, crearon lenguaje secreto con esas abreviaturas para poder comunicarse con presas de otras cárceles y elaborar instrucciones políticas. Lo sabemos gracias a los “cuadernos de claves” de Manolita del Arco. Mujeres prisioneras, en una situación infrahumana, emplearon esos mensajes cifrados para organizarse. Sin embargo, estaban completamente subordinadas, no solo como presas, sino también por los aparatos de sus formaciones, como el Partido Comunista. En la Transición pasaron a un segundo y tercer plano.
Descubrí esos cuadernos en 2023. Miguel Ángel Martínez del Arco hablaba de ellos en su novela Memoria del frío (Hoja de Lata), pero creía que era algo ficticio. Cuando me los enseñó y vio que me fascinaban, me explicó que era la primera vez que alguien les daba valor más allá de lo anecdótico. Me indigna que tantos investigadores los menospreciaran previamente.
-El libro se cierra con la incógnita sobre esas claves, pues Manolita no las desvela. ¿Negarse a resolver ese enigma constituye una decisión política?
Totalmente. Miguel le preguntaba sin cesar hasta que su madre le dijo: “si algún día necesitas claves tendrás que idear las tuyas, no te servirán las mías”. Es un aprendizaje brutal: tenemos que mirar al pasado como inspiración y empuje, pero debemos ser capaces de leer el tiempo actual y crear las herramientas para afrontarlo.