España ha perdido los modales. El país de los viejos hidalgos chapotea en la charca de la vulgaridad. Lo chabacano manda sin oposición. La cortesía parece sospechosa. ¿Ser educado es también de fascistas? El tuteo es el triunfo del arrabal
MURCIA. Entre las innumerables pruebas de la decadencia española figura la agonía del usted. Un pueblo que pierde las formas es una comunidad de bárbaros. El usted como fórmula de cortesía, evolución del ‘vuestra merced’ de las comedias del Siglo de Oro, se nos muere, al igual que los periódicos de papel y las estaciones. El usted es víctima de un igualitarismo falaz y pernicioso, promovido por los responsables de haber abierto en canal a un país irreconocible.
Sería difícil identificar cuándo se jodió la educación de los españoles. Más que una fecha se trata de un proceso lento, al principio imperceptible, que ya no tiene marcha atrás. Los políticos, sobre todo los de la izquierda mentirosa, han contribuido a ello. Recuerdo a aquel diputado leonés, un tipo siniestro que llegó a presidente gracias a un atentado del que se cumplen veinte años. Justificó el tuteo, en un encuentro con invitados en un programa de televisión, aduciendo que el usted era cosa de los franceses. Estaba en lo cierto el que ejerce hoy de correveidile de un sátrapa caribeño. Baste recordar cómo Macron se encaró con un joven por no tratarle con respeto.
Aquí es distinto. Hoy más que nunca, África empieza en los Pirineos. En este país gobernado por cabreros, te tutean hasta los que deberían respetarte porque les das a ganar: bancos, telefónicas, aseguradoras, eléctricas...; las compañías que hacen caja contigo aspiran a ser tus colegas. Me di cuenta de la degradación del país el día en que la asesora de mi banco me tuteó como si hubiéramos estudiado la EGB juntos. La tal asesora no me volvió a llamar; más le valía.
"Es imposible desligar el tuteo de los tatuajes y de la vulgaridad de los chándales, lo que prueba el predominio de los plebeyos"
En casa me enseñaron que el tuteo debe reservarse a amigos, compañeros, algunos vecinos, la pareja y tu última amante. Cuando te has ganado la confianza de alguien, puedes apearte del usted, no sin antes pedirle permiso. Todo se reduce a una cuestión de respeto. El camarero y la cajera del súper con los que tratas a diario se merecen que les traten de usted. Yo intento hacerlo siempre, aunque admito que hay momentos en que flaqueo y me cuesta no dejarme arrastrar por el infecto tuteo, como si fuera un camarada falangista.
Es imposible desligar el tuteo de los omnipresentes tatuajes, en otro tiempo rasgo inequívoco de ser presidiario, y de la vulgaridad de los chándales. Estos ejemplos prueban el predominio de los plebeyos. Los españoles han proletarizado sus gustos y sus maneras, lo que no debe extrañar, habida cuenta de cómo se han empobrecido. Comen peor, visten peor y hablan peor que sus padres. Vivimos bajo el imperio del feísmo y de lo cutre. Así, el intercambio de saludos y el ceder el paso a un desconocido son hoy conductas extravagantes. En ese camino sin retorno nos hallamos.
Por suerte, soy de los de antes. No pediré perdón por defender que las formas son tan importantes como el fondo, tanto en la vida como en el arte. A estas alturas no me voy a enfundar un chándal venezolano, ni me voy a tatuar. Nunca diré, como se oye con frecuencia: «No me trates de usted, que no soy tan mayor». Cada año que pasa soy más elitista; me siento cómodo perteneciendo a la única aristocracia que merece la pena, la aristocracia del espíritu de la que habló José Ortega y Gasset.
No necesito que nadie empatice (horrible palabro) conmigo. Tampoco suplicaré que sean solidarios con el autor de estas líneas cuando vengan mal dadas. Que se queden con la calderilla de sus buenas intenciones. Mis propósitos son más modestos. Me doy por satisfecho si una mañana de primavera, al entrar en un bar del centro de Valencia, donde han tenido el buen gusto de no poner música de Shakira, un camarero vestido con camisa blanca y pantalones negros, veterano del oficio y por supuesto español viejo, me sonríe y a continuación me dice educadamente: «Buenos días, ¿qué desea el caballero?».
* Este artículo se publicó originalmente en el número 113 (marzo 2024) de la revista Plaza