El 18 de noviembre de 1976, por aplastante mayoría, las Cortes franquistas aprobaron el proyecto de ley para la Reforma Política, posteriormente aprobado en referéndum, y que dio lugar a las primeras elecciones generales democráticas en cuarenta años, en junio de 1977 y, en fin, finiquitó la dictadura franquista. Por su importancia, en su momento se dijo que las Cortes se habían hecho el harakiri, el suicidio ritual japonés, votando a favor de una norma que significaba su desaparición y la del régimen que llevaban décadas apoyando (y viviendo de él).
Sin embargo, los procuradores franquistas tenían una motivación que trascendía esa contrariedad. Y no era, como el lector cabe imaginarse, que súbitamente se vieran cautivados por la perspectiva de una España democrática. Sino que sabían muy bien que, apoyando la reforma, ellos también podrían salvarse y, de hecho, reubicarse en muy buena posición de cara a lo que de todas formas iba a llegar: la democracia española, nítidamente ubicada en Occidente y "controlada" por una monarquía heredera de Franco.
En efecto, muchos procuradores acabaron en la UCD o en Alianza Popular, y ocuparon altos cargos en la democracia; otros se reciclaron exitosamente en el sector privado; y todos, absolutamente todos, vieron cómo la amnistía y el afán por no mirar atrás les permitían salir airosamente de cuarenta años de participación activa en los beneficios y los excesos de una dictadura. Así que el harakiri nunca fue tal.
Algo parecido ha intentado hacer Santiago Abascal con su ruptura forzada de cinco gobiernos autonómicos y la retirada del apoyo parlamentario de Vox al PP en todas las comunidades autónomas en las que los conservadores gobiernan: asumir un mal inmediato (perder el poder, las poltronas, la oportunidad de desarrollar sus políticas, y el foco mediático) a cambio de una trayectoria exitosa en el futuro. Porque la posición subalterna de Vox en todos esos gobiernos, la imagen de "derechita cobarde" que en la práctica se plegaba a todo lo que decidía el PP, estaba comenzando a erosionar de verdad su credibilidad como alternativa al PP, y además podría provocar que buena parte del "público cautivo", electoralmente hablando, de Vox, que nunca se iría al PP, pueda huir a la alternativa friqui y deslenguada, aparentemente menos "derechita cobarde" que ellos, de "Se Acabó La Fiesta".
En efecto: Vox, aunque nació como una spinoff del PP y comparte con este partido buena parte de su electorado, también tiene una importante veta electoral que comienza a ser genuinamente independiente de los cantos de sirena del PP, porque salió de allí escarmentada por "la falta de convicciones" del PP, o porque sencillamente nunca han estado en el PP: la población más joven, sobre todo masculina. Ahí es donde el voto a Vox y PP difiere más, porque Vox gana claramente al PP, de hecho, en las franjas de menor edad, y en cambio se disputa la supremacía, y ese electorado, con el partido de Alvise Pérez.
La decisión de Abascal de salir de los gobiernos autonómicos tiene por objeto, evidentemente, marcar una agenda propia y alejarse del PP. Y la excusa enarbolada para ello, la acogida de un número muy pequeño de niños inmigrantes, es toda una declaración de intenciones de cuál va a ser el foco de sus críticas al PP y el vector con el que pretenden crecer electoralmente. Otra cosa será si lo consiguen. En primer lugar, porque la ruptura ha sido muy burda y difícil de vender a su electorado como una demostración de principios (tras un año en el que han demostrado, justamente, lo encantados que estaban como dóciles marionetas del PP en los gobiernos autonómicos y ayuntamientos). Y, en segundo lugar, porque salir del foco del gobierno sólo puede compensar si ahora el PP tiene muchas dificultades para gobernar en minoría y se ve visiblemente erosionado por no poder gestionar ni aplicar sus políticas, pero si la cosa se resume en que Vox apoya desde fuera lo mismo que hasta ahora apoyaba desde dentro, poca erosión va a haber ahí.
Lo cual no significa, necesariamente, que esta ruptura sea una buena noticia para el PP, como ya se han apresurado a proclamar desde sus filas. Sin duda, contribuirá a centrar al partido y quizás desactive algo el poderoso argumento electoral del PSOE, "¡que viene la ultraderecha!", para movilizar a la izquierda; pero no contribuirá mucho, porque a fin de cuentas ha sido Vox el que ha roto con el PP con una excusa que todo el mundo entiende como tal, no el PP el que ha decidido desembarazarse de Vox por ser incompatible con sus fundamentales principios democráticos y de defensa de los más vulnerables. Y como todo el mundo tiene esto claro, también tendrá claro, cuando llegue el momento, que si el PP necesita a Vox pactará con ellos sin ningún problema (y viceversa), como hizo en ayuntamientos y comunidades autónomas, y como habría hecho el año pasado en la investidura de Alberto Núñez Feijóo si le hubieran salido las cuentas.