En 1999, el periodista de El País Josep Ramoneda publicó un ensayo titulado Después de la pasión política. El libro no tuvo demasiada repercusión, pero el título reflejaba bastante bien el espíritu de los tiempos: un momento en el que, tras caer la Unión Soviética y convertirse el bloque del Este a las democracias capitalistas, habíamos llegado al fin de la Historia, a la victoria de Occidente y del capitalismo y a la conversión de nuestras sociedades en sistemas aburridos en los que ya no se disputaban grandes principios o modelos sociales, sino cuestiones de detalle, de gestión cotidiana y de prioridades en torno a un estrecho margen delimitado por el consenso partidista. En España, la llegada del PP al poder en 1996 fue leída como la consumación de la normalización de la política española (el PP alcanzó la investidura aliado con nacionalistas catalanes y vascos). El propio presidente, José María Aznar, había escrito dos años antes un libro, La segunda Transición, reivindicando el significado histórico de su eventual victoria, que venía a ser "si ganamos aquí no pasará nada".
El sueño anhelado por los defensores de dejar atrás la pasión política se basaba en principios poco emocionantes o espectaculares: en la aburrida gestión de los asuntos públicos en manos de políticos profesionales, realmente difíciles de diferenciar en sus postulados fundamentales, más allá del inflamado retoricismo que les animaba en ocasiones. Un bipartidismo perfecto que en España alcanzaría el summum en las elecciones generales de 2008, cuando la suma de PP y PSOE alcanzó los 323 escaños (casi el 90% del Congreso de los Diputados) y superó holgadamente el 80% de los votos.
Sin embargo, como todos sabemos ahora, las solemnes proclamaciones de que el fin de la Historia y de las pasiones políticas había llegado fueron, como cabía esperar, prematuras. No es sólo que ese bipartidismo perfecto, en España y en otros países, alcanzara cada vez un mayor grado de polarización (aunque en buena medida fuese impostada, puro teatro para entretener a la chavalería más politizada), sino que, después de todo, tampoco era perfecto: paulatinamente también se vio erosionado y sustituido, en España y en otros muchos países, por un modelo multipartidista, con partidos de nuevo cuño que se postulaban como alternativa reformista o rupturista a lo de siempre.
Estos partidos tuvieron su momento de gloria, que en España abarcó los años 2014-2019. Primero fue Podemos, en la izquierda, quien (por dos veces, 2015 y 2016) estuvo a punto de superar al partido sistémico en su espacio político, el PSOE. Después fue Ciudadanos, en 2019, quien estuvo a punto de hacer lo propio con el PP. Pero la historia acabó con los dos de manera similar: apoyando Gobiernos de los partidos a los que aspiraban a sustituir, que han acabado aspirando casi todos los votos de Ciudadanos y han debilitado considerablemente a Podemos, desubicado en su propio espacio político y con la competencia de formaciones alternativas con las que no se sabe si competirá o será parte de algo más grande y difuso (el eterno dilema de las confluencias). Esa fue la última ola de pasión política vivida en España (y, con matices, también en muchos otros países). Una ola que no sólo se manifestó a nivel nacional. Resulta imposible no tener en cuenta al movimiento independentista catalán, que mostró un enorme vigor y capacidad de movilización durante años.
A la pasión política le siguió una segunda ola (pequeña en España, no tanto en otros países) de pasión antipolítica. De pasión de un sector de la población por soluciones antidemocráticas o parademocráticas, que propugnan modelos de sociedad en los que el pluralismo, el debate público, y la diversidad quedarían enormemente debilitados. Y que a menudo se guían por postulados propagandísticos que no es que tergiversen o manipulen la realidad, sino que directamente se la inventan o la distorsionan hasta el extremo. Esta segunda ola tuvo su momento de gloria en 2016 en Occidente, con el referéndum del Brexit en Gran Bretaña y la victoria de Donald Trump en Estados Unidos, que generó muchísima emulación en otros países occidentales (y no sólo occidentales), donde también proliferaron movimientos ubicados en los extremos del espacio político (fundamentalmente, en la extrema derecha) que buscaban directamente impugnar las formas y el fondo de la acción política democrática.
En toda Europa han surgido partidos de extrema derecha que en algunos casos han alcanzado el Gobierno (sobre todo en países de Europa del Este, principalmente Hungría y Polonia, pero también en Italia), y han estado a punto de hacerlo (por dos veces sucesivas) en Francia. En España, Vox experimentó un crecimiento fulgurante en 2018-2019, pasando de galería de freaks extraparlamentarios a tercer partido del Parlamento Español, con un 15% de los votos y 52 diputados. Una sólida base electoral que en algunos momentos pareció que podía ensancharse lo suficiente para superar al PP.
Pero también, apenas unos años después, da la sensación de que esta segunda ola ha comenzado a remitir. En España, los partidos del turno pacífico bipartidista gozan de una mala salud de hierro. Han consolidado su indiscutible posición central en el sistema político español, que en algunos momentos llegó a estar en riesgo. Siguen siendo indispensables, y han "domesticado" a sus alternativas, políticas y antipolíticas, en posiciones claramente subalternas, de acompañamiento.
Por otra parte, hay que decir que la remisión de la antipolítica no es completa: es indudable que en el camino los partidos ultraderechistas han logrado inculcar al menos parte de sus postulados a los partidos conservadores a los que aspiraban a sustituir. Así ha sucedido muy claramente en países como el Reino Unido. En Italia, de hecho, hemos visto una amalgama singular (como casi siempre en Italia), en virtud de la cual el Gobierno liderado por la extrema derecha se reivindica como extrema derecha "respetable": entiéndase por tal "a favor de la OTAN y de la guerra en Ucrania, malabarismo que también está beneficiando a la ultraderecha polaca, que ahora parece mucho más respetable a ojos de Occidente, merced a su ardor guerrero. Y es que, al final, las formas antipolíticas, después de todo, ocultaban un fondo muy poco o nada novedoso. La misma mercancía averiada de siempre, que ahora nos venden con un halo "rebelde" o "canallita" supuestamente contrario a los que mandan... pero que emana también de los que mandan. El círculo, así, se cierra.
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