En todo caso, necesitamos reírnos. Principalmente para no sucumbir a la actualidad que muestran los telediarios en los que nunca se comparte una buena noticia (aunque sigan sucediendo). La risa, sin embargo, no solo es una válvula de escape: también es un arma que se emplea para desacreditar. La complejidad del fenómeno de la risa la explica de un modo claro, revelador y fantástico Daniel Gamper en De qué te ríes. Beneficios y estragos de la broma, que publica Herder con gran acierto. Cada vez más recurrimos a contextos humorísticos para informarnos: las cadenas tradicionales, temerosas de quedar fuera de juego por completo, hace ya mucho que se pasaron al infotenimiento. El problema es que como señala el autor, filtrarlo todo a través del humor nos adormece, desarticula respuestas contra la injusticia. La reacción, por otro lado, aprovecha para reírse de las personas e ideas a las que quiere hacer desaparecer, porque la risa, en ese sentido y citando al autor, es enemiga de la utopía. Una caricatura puede ser tremendamente destructiva, sobre todo si consigue que lo caricaturizado se sienta de pronto grotesco, prestando atención incluso a aquello en lo que nunca había pensado. Lo paradójico de este tipo de risa es que quienes la ponen en práctica, en última instancia, anhelan llegar a un estado de gelocidio, con ele, la aniquilación total de la risa que ya se ha dado en diferentes periodos de la historia, los más oscuros.
“Innumerables palabras, menajes e inputs tecnológicamente mediados, bien empaquetados, editados y resumidos provocan risas irreflexivas, como quien traga sin masticar. Las imágenes más hilarantes e indignantes prevalecen. Noticieros enteros son un pellizco de sal que se disuelve en un gigante perol de guasas. La burla arrambla con todo, basta que haga gracia. Las carcajadas que a todas horas se emiten por las redes, que nos interpelan desde infinidad de emoticonos, que acompañan incluso a políticos y mandamases, son una forma de orden que ayuda a sobrellevar el desconcierto de la vida cotidiana. Qué duda cabe de que la precariedad se soporta mejor con sentido del humor. Pero cuando de todas partes resuenan risitas nerviosas y apremiantes, quien ríe deja de saber por qué lo hace. Una expresión tan potente a caballo del mordaz medio de la caricatura galopa a la velocidad de la luz de una pantalla a la otra con unos objetivos que poco tenían en mente quienes celebraron la libertad casi irrestricta de manifestar el pensamiento en público. Pues la risa es expresión. En la internet sin fronteras y sin otro control que el del beneficio económico, es vano poner puertas al campo: cualquier mensaje puede llegar instantáneamente adonde sea, cualquier aleteo de la mariposa es un mal en potencia. Mentiras y chorradas circulan sin control y sus emisores ejercen con maleficencia esta libertad, están en su derecho y además tienen los medios para hacerlo”. Al discurso de Gamper no se le puede poner ni un pero. Las democracias han bajado el nivel del discurso que las defiende para protegerse de los ataques ramplones pero efectivos de quienes quieren destruirlas: el problema es que con ello en realidad están alimentando al monstruo y cavando su propia tumba, porque en ese lodazal, la bestia siniestra goza de ventaja. Es su medio, son sus códigos y cuenta con la iniciativa. De momento no hemos encontrado la manera de escapar de la trampa. La parodia de lo razonable es constante. Los terraplanistas no solo proliferan por doquier, sino que conforman mayorías que elevan al poder a los suyos, líderes alucinados y peligrosos que nos obligan a tomarnos la risa muy en serio.