Concluyó el martes la cuarta temporada del Ministerio del Tiempo, serie española de la que me convertí en ferviente seguidor, allá por el mes de febrero de 2015, y cuyos pasos, y los de sus personajes, he seguido desde entonces, por más que las audiencias hayan ido descendiendo en cada una de las entregas.
Una serie que nos ha llevado, de una forma entretenida, y hasta humorística a ratos, por diversos pasajes de la historia de España, con una premisa por bandera que los agentes del peculiar Ministerio no pueden perder nunca de vista en sus andanzas: no permitir que la historia cambie, por inadecuado que pueda resultar a simple vista. Porque la historia es una concatenación de hechos y de personajes que no pueden ser considerados de forma aislada.
A modo de ejemplo, el penúltimo episodio, en el que los protagonistas viajaron al año 1832 para prolongar, con los medios del siglo XXI, la vida del infumable monarca que reinó como Fernando VII y permitir así que reinara su hija Isabel (liberal), y no su hermano Carlos (absolutista), lo que dio pie, por cierto, a un conflicto que duró cuatro decenios y que hemos conocido como guerras carlistas. La serie parte de un hecho real: la sorprendente e inesperada recuperación del monarca en esa fecha, cuando se encontraba moribundo.
Hay otro Ministerio por ahí, con numerosos agentes de muy diversas nacionalidades, que debe ser el del Destiempo o el Contratiempo. Es el que tiene como norma, a lo que se ve, justo la contraria a la que esgrime el Departamento televisivo: reescribir la historia, revisar sus hechos y personajes analizándolos con los criterios de hoy, y aplicar con saña lo que en la antigüedad se llamó ‘damnatio memoriae’, la condena al olvido de los romanos, pero conocida ya por anteriores civilizaciones, como la egipcia.
En nuestros días, la lamentable muerte de un ciudadano norteamericano de raza negra, a manos de un policía, ha desatado una oleada de indignación que se ha expandido por el mundo occidental a velocidad de pandemia, con el sorprendente resultado de haber puesto en la picota a gente que teníamos por respetable, como Churchill, Cervantes, Colón o fray Junípero Serra, cuya memoria ha sido vapuleada mediante el singular procedimiento de atentar contra las estatuas erigidas en su honor. Incomprensible consecuencia de un hecho muy triste.
Las razones que llevan a enfadarse con la historia y a tratar de reconducirla, o de emborronarla, suelen ser ideológicas, tanto en la vertiente política como en la religiosa, y ejemplos de estas prácticas podemos encontrar en la historia de nuestra ciudad. Casos de distinta significación, por la distancia histórica respecto del personaje represaliado, fueron los de las dos estatuas (mejor que una) dedicadas por Murcia al citado Fernando VII, el denominado, con toda razón, rey felón o, lo que es igual, traidor o desleal; y la que tenía por objeto recordar a San Francisco de Asís.
Hubo un corregidor en Murcia, apellidado Garfias, que no contento con dedicar a su rey una efigie pétrea en la Feria (probablemente, la plaza del Mercado, o de Santo Domingo) en 1824, unos años más tarde levantó otra en el Arenal o, si se prefiere, la Glorieta, para que cada vez que se asomara a los balcones de las Casas Consistoriales pudiera rendirle pleitesía. Y esta vez, de plomo.
Ambos monumentos fueron destruidos pocos años después, ya fallecido el rey. Del primero se puede decir, en rigor, que no quedó piedra sobre piedra. Del segundo, por el contrario, se reaprovechó todo, ya que la estatua fue fundida para fabricar balas de cañón y el pedestal se reutilizó para dar asiento a alguien que lo merecía bastante más: el conde de Floridablanca. En el jardín del mismo nombre puede admirarse el reutilizado fuste.
El otro caso de monumento demolido es bien distinto, pues siendo también de efímera presencia en el paisaje urbano, el personaje efigiado era alguien tan distante en el tiempo como el fundador de la Orden Franciscana, que anduvo por este valle de lágrimas en el tránsito de los siglos XII al XIII. Tan distante, y de tan laudable trayectoria, pues no en vano basó su obra en la pobreza evangélica, en el amor al prójimo, a los animales y a la naturaleza…
Pero todo ese bagaje no impidió que la estatua levantada en el Plano de San Francisco en 1927, conmemorando el séptimo centenario de su fallecimiento, fuera derribada de su pedestal en mayo de 1931, dentro de los desmanes que siguieron a la proclamación de la II República.
Un artículo publicado por aquellos días en uno de los diarios locales señalaba como probable causa de la destrucción de la imagen el suicidio. El santo se habría arrojado por su propio impulso al suelo al constatar que la monarquía también había caído. Una explicación tan plausible y posible como la de echarle la culpa al Ministerio del Tiempo.
José Emilio Rubio es periodista