MURCIA. ¿Se debe juzgar siempre la obra artística por criterios independientes y separados de las acciones del autor en su vida privada? ¿Cuáles son las causas y los efectos de la “nueva sensibilidad” que rige la sociedad del siglo XXI? ¿Tiene sentido exigir a las ficciones que proyecten modelos de conducta adecuados? ¿Es la llamada “cultura de la cancelación” una herramienta eficaz para obtener justicia social? ¿Cuáles son las consecuencias que tiene la ultracorrección política para la producción de música, películas y libros? Estas son solo algunas de las cuestiones que abordan los cuatro autores del ensayo Ficciones, las justas, publicado recientemente por la editorial valenciana Contrabando, 2022.
La llamada cultura de la cancelación ha abierto uno de los debates intelectuales más complejos e interesantes de las últimas décadas porque, más allá de sus aspectos positivos o negativos, es un reflejo del profundo cambio de paradigma moral que atraviesa la sociedad del siglo XXI. A las nuevas generaciones no les hacen ni pizca de gracia las bromas machistas -más que ira, suscitan vergüenza ajena-; tampoco toleran las actitudes racistas y exigen respeto hacia la diversidad sexual y de género. Esto no es una impostura; es real. Al mismo tiempo, una importante proporción de hombres y mujeres de generaciones anteriores están inmersas desde hace años en una dolorosa pero apasionante labor de revisión de su propio pasado, asombrándose del extraño clima de tolerancia que hasta hace poco existía hacia los acercamientos sexuales 'inapropiados', la invisibilización del relato de las minorías o el poco respeto hacia el diferente, ya fuese homosexual o una persona con discapacidad. Asombro ante la inacción propia y ajena, y voluntad sincera de contribuir al cambio.
Las placas tectónicas que sostenían aquel pasado se han desplazado, transformando el paisaje de manera irreversible. Volcanes que permanecían inactivos han entrado, por fin, en erupción. Han surgido nuevas montañas, y estas nos señalan nuevas cimas, pero todavía estamos buscando el mejor camino para alcanzarlas. Vivimos, por tanto, un periodo de transición; una etapa necesaria de ensayo y error. Sabemos que los intersticios de la historia generan tanta euforia como miedo; asoman siempre movimientos de resistencia al cambio y ciertas dosis de confusión y caos. Los cuatro textos que componen este ensayo suponen un intento de reflexionar acerca de cómo este nuevo clima moral afecta al arte en un sentido amplio; es decir, cómo afecta a la producción de nuevas ficciones, a nuestra concepción de la figura del artista y a nuestro papel como consumidores de cultura.
El filósofo y profesor en la Universidad Jaime I Jesús García Cívico se ha encargado de coordinar este pequeño pero contundente cuaderno, que también incluye textos de la periodista cultural Eva Peydró, la profesora titular de Derecho Constitucional Ana Valero y el periodista musical Carlos Pérez de Ziriza. Cívico es además el autor del capítulo con el que arranca el libro; cerca de ochenta páginas en las que pone sobre el tapete un gran número de argumentaciones, referencias bibliográficas y ejemplos concretos para ayudar al lector a formar su propio criterio acerca de cuestiones tan esenciales como la necesidad o no de juzgar una obra artística con independencia de los actos que ha llevado a cabo el autor en su vida privada.
Él aporta su conclusión personal al respecto. Tanto si hablamos de una escritora contemporánea como J. K. Rowling (acusada de transfóbica por su posicionamiento acerca de la condición de mujer desde parámetros biológicos), como si se trata de autores y pensadores esenciales de la cultura occidental como Voltaire o Platón (también cercados recientemente por la sospecha tras la reinterpretación de sus textos bajo el prisma actual), Cívico considera que la esfera privada del creador no debe interferir en la valoración de la obra. Para apoyar esta idea, recurre al filósofo José Luis Pardo: “El principio de virtud del cual los tribunales dejaron de juzgar a las personas por su biografía para hacerlo exclusivamente por sus acciones es el mismo que, en el dominio de la cultura, determinó que los tribunales con jurisdicción en este ámbito dejasen de considerar a los autores en función de su vida y lo hiciesen únicamente de acuerdo a su obra”. La autonomía del arte sería, por tanto, una conquista social que debemos preservar.
“¿Qué haríamos si de la noche a la mañana descubrimos que Louise Bourgeois o Remedios Varo, artistas a las que hemos admirado tanto, torturaban sádicamente a sus gatos? ¿Qué celda, qué pincelada en particular se habría resentido? ¿Habría que revisar todos los halagos vertidos en su obra? ¿No conduce eso a algún tipo de esquizofrenia?”, se pregunta retóricamente el filósofo valenciano. A su vez, Cívico señala el error que supone utilizar la obra para “blanquear” la figura de un creador que, pongamos por caso, ha abusado de una menor.
Ningún artista, por genial que sea, ostenta una superioridad moral sobre el resto de los mortales. Por eso no se puede comprender la ovación de veinte minutos que se le brindó a tenor Plácido Domingo en el Auditorio Nacional en junio de 2021, después de que él mismo reconociese que las denuncias por acoso sexual interpuestas por mujeres y desveladas por el sindicato de músicos de ópera de Estados Unidos, eran ciertas. ¿Cómo debemos interpretar este hecho? ¿Hasta qué punto afecta a todos por igual la cultura de la cancelación?
Pero, ¿qué ocurre cuando un fan de Michael Jackson experimenta una desafección irrefrenable hacia la música de este artista después de conocer los testimonios de abusos de los niños con los que se relacionó? ¿Acaso no es posible que a más de uno se le atragante un poco el “Thriller”, por mucha obra maestra que sea? Ahí es donde entran en juego matices importantes. Se apunta la diferencia entre la moral individual -mi decisión de no querer ver más películas de Woody Allen, por ejemplo-, y la “exhibición moral” que conlleva la decisión de viralizar mi cancelación como gesto calculado de reafirmación personal de cara al exterior. “La batalla por la diferencia -escribe Cívico- no es tanto el reconocimiento de la diferencia como su celebración, su like”.
Resulta muy interesante en este punto el recorrido por la historia de la censura que realiza Eva Peydró en su capítulo, centrado sobre todo en el ámbito de la producción cinematográfica. Allí se recuerdan, por ejemplo, las normas del Código Hays redactadas en 1927, que prohibían mostrar en la pantalla relaciones interraciales o demasiados besos y caricias. Habla también del macartismo y de la primera vez que se acuñó el término “cultura de la cancelación”, que se dio en la película New Jack City (Mario Van Peebles, 1991).
Se toca otro tema crucial; cómo está afectando la nueva sensibilidad moral a los guiones de las nuevas películas y series televisivas. “Las cuotas de representación racial en Hollywood, las nuevas subjetividades en la ficción y la mayor incorporación de la mujer caen del lado de lo justo y a la vez contribuyen a la mejora en el campo del arte -señala Cívico-. Sin embargo, simplificar esquemáticamente las ficciones en términos de bondad y maldad moral con nuevos arquetipos es contribuir a la infantilización de la sociedad”. Sobre la traslación de nuevos valores a la ficción comercial planean varias sospechas; una de ellas es la presunción de que el público es incapaz de comprender tramas complejas. Otra es de índole mucho más pedestre: los grandes estudios y plataformas temen que sus películas sean “canceladas” o que no vendan lo suficiente.
Del mismo modo que la distinción entre el autor y la obra es esencial para salvaguardar el principio de autonomía del arte, también es cierto que, si queremos disfrutar de buenas películas y buena literatura, es imprescindible exonerarlas del deber de ser “útiles” o de transmitir necesariamente valores morales adecuados. Se cita en este punto al sociólogo Max Weber para sustentar la idea de que no siempre nos gusta lo moral, lo legal o lo que adelgaza: “Algo puede ser bello no solo aunque no sea bueno, sino justamente porque no lo es”. En otras palabras, por mucho que tu héroe protagonista cocine crack en la ficción, los espectadores no se van a ir corriendo a comprar tubos y probetas.
En la lectura de Ficciones, las justas, encontramos multitud de ejemplos de artistas “cancelados” en diversos grados. Algunos son personajes sobre los que pesó en su día una condena en firme; otros fueron condenados al ostracismo sin garantías de veracidad. Unos lograron superar el episodio sin grandes consecuencias a nivel profesional o económico, mientras que en otros casos se han arruinado largas trayectorias artísticas (sobre todo en Gran Bretaña y Estados Unidos, donde la cultura de la cancelación es mucho más cruenta que en España). En el capítulo dedicado al ámbito musical, Carlos Pérez de Ziriza señala la caída en desgracia del músico norteamericano Ryan Adams, acusado por comportamiento sexual inadecuado por siete mujeres, aunque sin condena judicial. Desde entonces, no tiene sello discográfico, la venta de sus discos ha caído en picado y apenas tiene conciertos a la vista. En el otro lado de la balanza tenemos el caso de C. Tangana y el revuelo por la foto del yate estilo Jesús Gil. La controversia por la proyección de una imagen machista y patriarcal se desvaneció tan rápido como había aparecido, y ahora mismo está en la cumbre del estrellato musical nacional.
En última instancia, los autores de este libro convergen en la idea de que la cultura de la cancelación tampoco es eficaz como método de transformación social a largo plazo, ya que adolece de la enfermedad contemporánea del cortoplacismo. “El éxito de este tipo de sanción social radica en que supone una contra-experiencia: una imagen de justicia inmediata (no una justicia en sí misma), un simulacro, afín a la nueva velocidad de esta época de ilusiones vanas y horizonte terminal”. El boicot emocional y colectivo, concluye, “es un simulacro de justicia: rápida, visible y en algún punto que tiene que ver con la desproporción… eficaz. La balanza no se corrige en la expresión de una nueva asimetría”, advierte.
No solo no es eficaz, sino que, según Pérez de Ziriza, sirve como munición al bando contrario. “La derecha ideológica ha conseguido dar la vuelta a la tortilla de este campo de conflicto, asumiendo como propios unos postulados de rebeldía ante las rigideces del sistema y de cierta incorrección política que desde la década de los sesenta del siglo pasado eran patrimonio casi exclusivo de la izquierda”.
Uno de los inconvenientes que esgrimen los autores de este ensayo con respecto a la cultura de la cancelación -controvertido neologismo de origen anglosajón que procede de una mala traducción de cancel culture- es el hecho de que detrás de ella operan más los sentimientos que las razones y las garantías de veracidad. Ana Valero incide en su texto en la idea de “censura líquida” y en ese “nuevo panóptico sentimental” en el que todos nos vigilamos a todos, generando una búsqueda insensata de perfeccionismo moral que no es exigible a ningún ser humano.
Entonces, ¿es la nueva sensibilidad un retroceso o un progreso cultural? “Tanto la sensibilización frente a los antiguos estereotipos (machistas, sexistas, racistas, homófobos, etc.) como la incorporación de la mujer y de muchas minorías a la construcción y la representación de las ficciones caen, sin duda, del lado del acierto -escribe Cívico-. Sin embargo, las expresiones punitivistas, del tipo de la cultura de la cancelación, suponen a mi juicio un claro retroceso”. Y se pregunta si no es posible que detrás de ese celo hacia el artista haya un resentimiento mal dirigido. “Un resentimiento no hacia los políticos sin escrúpulos, la hipocresía de las nuevas élites financieras, el lujo de las minorías (…) sino hacia las excepciones artísticas que trascendieron su posición de clase”.
Los defensores de la legitimidad y la eficacia de la acusación en redes sociales de personajes públicos con actitudes reprobables esgrimen que se trata de una censura horizontal. Es la voz de las minorías que nunca antes habían tenido capacidad para expresar su disconformidad, y que de hecho se dirige a aquellos que gozan de privilegios económicos o de posicionamiento social. En Ficciones, las justas, se ofrece una interpretación muy diferente. Para Cívico, la llamada cultura woke, que pone el énfasis en lo identitario en lugar de en la agenda política, es peligrosa porque contribuye a fragmentar la sociedad en pequeñas cápsulas y pone en un segundo plano las demandas de justicia económica y de distribución de la riqueza como cuestión urgente y universal.