El PP se ha agarrado al clavo ardiendo de uno de los que estuvieron clavados en la cruz con Cristo. Espera con tesón conseguir que el testimonio de un comisionista incline la balanza del poder en favor de Alberto Núñez Feijóo. No me dejo de acordar de aquella frase lapidaria de Salvador Sostres en una de sus columnas en ABC hace año y medio, cuando en Génova ya se veían gobernando a nivel nacional y él sostenía con suma seguridad (el tiempo le ha dado la razón) que siempre que el PP le entran las prisas por gobernar se tira años en la oposición. Así está ocurriendo. Viven en una especie de bucle melancólico en el que no superan la traumática moción de censura que le presentó el PSOE a Mariano Rajoy en 2018; si el expresidente ya ha metabolizado la resaca de aquella pena ahogada en un restaurante aledaño al Congreso, sus colegas todavía sufren un coma etílico sentimental. Ahora, con el olor a podrido de algunas estancias de Moncloa, esperan que esa sensación nostálgica se les pase, que la presunta corrupción de determinados personajes que han formado parte del Gobierno reconstituya sus opciones de gobernar a corto plazo y que los españoles salgan a la calle en masa no sólo a votar, sino a echar a Pedro Sánchez. Les depara el fracaso, no conocen la sociedad, siguen cometiendo el mismo error de hace años: estar profundamente desconectados de la sociedad española, primero con su obcecamiento de pensar que España es Madrid y, después, teniendo la ingenua fe en que la corrupción preocupa al votante más allá de matizarlo relativamente.
Cuando a la ciudadanía le ha preocupado la corrupción no ha sido por esa actitud deshonesta en sí misma, sino que ha sido por añadidura. Los períodos históricos en los que en España el electorado ha condenado el presunto cohecho de sus gobernantes, esas conductas desleales siempre han ido unidas de una coyuntura económica desfavorable. Eso lo saben en Génova, son conscientes de que siempre que ha habido una recesión el votante ha clamado misericordia al PP para que les salve. Ahora los datos económicos (unos que siempre hay que tener en cuarentena y desconfiar de la creatividad contable) son propicios al Gobierno de Pedro Sánchez, por mucho que desde la oposición enciendan el ventilador proyectando los datos macroeconómicos más sibilinos, la realidad es que el FMI ha elevado sus previsiones para España y la sitúa como la economía avanzada que más crece. A unos españoles que se han gastado de media doscientos euros en el Black Friday no puedes hablarles de crisis; en el imaginario colectivo, mientras se pueda bajar al bar a tomar un pincho de tortilla con su caña de rigor no les digas que estamos mal. El problema viene cuando le privas de lo más básico, provocas que su calidad de vida descienda, sienta como propios los problemas del resto; muchos boomers, por ejemplo, son incapaces de empatizar con la precariedad de los jóvenes, lo consideran un mito moderno.
Los españoles no empezaron a protestar por el presunto pillaje de sus gobernantes hasta que no se vieron con el agua al cuello en 1992 y en 2008. Las epifanías éticas no nacieron por unas firmes convicciones sino porque en lo más íntimo de cada uno se removió el pecado capital de la envidia; no soportábamos que mientras unos vivían la vida en sus yates otros no tenían trabajo y les estaban echando de sus casas. Si uno analiza la panorámica de la política española, el escándalo social contra la corrupción ha ido precedido de crisis económicas. Cuando salieron a la luz las primeras sospechas en el Gobierno de Felipe González, poco se vio alterada su permanencia en el Ejecutivo. No fue hasta el año 1996 cuando José María Aznar le desalojó de la Moncloa lastrado por la recesión de 1993. A pesar de que en 2010 ya empezaban a colear los primeros focos de la posible corrupción sobre Francisco Camps, en 2011 ganó por mayoría absoluta y no dimitió hasta que fue imputado. Cuando Pedro Sánchez presentó una moción de censura a Rajoy aprovechando el plantón de Albert Rivera a su aliado, no lo hizo por un arrebato de higiene democrática, sino porque sabía que, si la economía iba bien, ni la sentencia de la Gürtel iban a sacar al PP de la Moncloa. Ni Albert Rivera esperó a que llegaran las elecciones, sabía que si no había una recesión que tocara el bolsillo de la ciudadanía, el cambio político era una quimera. Quimera que ahora quiere invocar el Partido Popular una vez confirmado que con la economía no conseguirá mover al gobierno.
No conviene olvidar que Donald Trump ha ganado las elecciones en Estados Unidos pese a estar condenado por un tribunal y que la economía le ha concedido la condicional.
No nos abochorna la corrupción, nos carcome que algunos vivan mejor que nosotros.