DESDE MI ATALAYA / OPINIÓN

Criminalizar la agricultura nos cuesta caro

Foto: JAVIER CARRIÓN (EP)
1/01/2024 - 

MURCIA. Corría el año 1962 cuando echó a andar la denominada Política Agraria Común (PAC) en los siete países europeos que entonces integraban la denominada Comunidad Económica Europea. Todavía planeaba sobre Europa el recuerdo de las hambrunas de la guerra y la postguerra, por lo que destacaron entre sus fines: apoyar a los agricultores y mejorar la productividad agrícola, asegurando un suministro estable de alimentos asequibles; y garantizar a los agricultores un cierto nivel de renta. Objetivos que sin lugar a dudas se consiguieron en los años siguientes, con una producción de alimentos abundantes y baratos y la mejora de los ingresos de los agricultores. Llegando incluso, entre las décadas de los años 70 y 80, a tener excedentes de algunos productos agrarios, lo que provocó que el establecimiento de límites a la producción de algunos alimentos y los sistemas de cuotas.

Con la llegada del final de siglo y la denominada Agenda 2000 se incorpora un nuevo elemento a la PAC, el desarrollo rural, con una visión de las explotaciones agrarias más allá de la mera producción, y una limitación del presupuesto máximo. ¿Os acordáis de los gritos en el cielo que ponían los británicos con su exigencia de detener el crecimiento del presupuesto agrario primero y luego de ir disminuyéndolo?

Ya en este siglo, la PAC ha derivado hacia una disociación entre la producción y las subvenciones, es decir, se ayuda a sostener la renta de los agricultores con independencia de la cantidad o la calidad de los alimentos que produzcan y, por otra parte, se ha introducido el principio de condicionalidad, que obliga a los agricultores y ganaderos a someterse a una serie de requisitos medioambientales de obligado cumplimiento para acceder a las ayudas.

"Hay que mirar con otros ojos a los que nos dan qué comer"

Hoy, a la vista de las últimas reformas de la PAC podemos afirmar que lo que prima es la sostenibilidad medioambiental, mientras que producir alimentos ha dejado de ser el objetivo. Incluso, a la vista de las últimas normativas europeas "del campo a la mesa", "de restauración de la naturaleza", o de prohibición o limitación del uso de determinados plaguicidas (por cierto permitidos en los alimentos que importamos de terceros países), se evidencia el fin de dificultar la producción de alimentos por parte de los agricultores europeos.

A estas políticas que desmotivan y arruinan a los agricultores y ganaderos en activo, y ahuyentan la incorporación de los jóvenes, hay que sumar tres hechos ciertos: la disminución de la cantidad disponible del mejor suelo fértil cultivable (el que se encontraba en los valles junto a los ríos por el agigantamiento de nuestras urbes); la escasez de agua, por razón de los cambios climáticos y porque se destina preferentemente a usos urbanos e industriales; y la escasez de fertilizantes por los últimos acontecimientos geopolíticos.

Todo ello configura un panorama muy preocupante que ya puse de manifiesto en otro artículo anterior bajo el título ¿Pasaremos hambre?

Hace unos días asistí a una jornada organizada por la empresa Agromarketing en el Ricote Valley Hub de Villanueva del Segura en la que participaron excelentes ponentes que hablaron de la innovación, la economía circular, o la normativa europea medioambiental que dificulta la producción de alimentos en Europa. Particularmente interesante me resultó, por su visión filosófica, sociológica y antropológica, la ponencia y posterior debate con Manuel Pimentel, autor del libro recientemente publicado La venganza del campo, en el que recoge algunos de sus artículos de los últimos años, y en el que denuncia "la incongruente paradoja en que habitamos, la de querer alimentos abundantes, sanos y baratos mientras atacamos con saña a la actividad agraria y a las gentes que la desarrollan" y vaticinó, con carácter profético ya en el año 2009, que el campo se vengaría en forma de escasez de alimentos, que es lo mismo que decir, en alimentos más caros.

Desafortunadamente, acertó. Asistimos a una subida del precio de la cesta de la compra debida a los alimentos que no parece tener fin a la vista. Y, lo que es peor, de seguir en la deriva que nos encontramos podría llegar el día, no muy lejano, que una vez desmontado el sector agrario europeo, debido a un conflicto bélico o a una pandemia, lleguemos a pasar hambre.

"Yerran el tiro cuando apuntan como la causa de la subida de precios a los codiciosos agricultores"

Yerran el tiro nuestros gobernantes cuando apuntan como la causa de la subida de precios a los codiciosos agricultores y distribuidores, obviando poner sobre la mesa que hace tiempo la actividad del sector primario es percibida por el imaginario común como una actividad superflua, innecesaria, ¿por qué  preocuparse de los alimentos si siempre hemos tenido muchos, de calidad y baratos y, además, podemos comprarlos fuera de Europa?) Y erramos todos al criminalizarlos desde el punto de vista medioambiental.

Baste recordar la demonización de los agricultores del campo de Cartagena como causantes únicos de la degradación medioambiental del Mar Menor y sus episodios de sopa verde, hipótesis todavía en debate científico y que simplifica torticeramente una realidad más compleja que incluye, por ejemplo, los aportes de aguas residuales urbanas mal depuradas o no depuradas provenientes de las numerosas urbanizaciones que lo circundan, y el impacto de las entrada de aguas con menor salinidad del Mediterráneo a la laguna salada a través de las golas y el puerto Tomás Maestre.

O la creciente e injustificada imagen de los ganaderos vistos poco menos que como terroristas medioambientales (con argumentos tales como que sus vacas son los principales causantes de la destrucción de la capa de ozono), y como brutos maltratadores de animales.

Nadie en su sano juicio puede estar en desacuerdo con el objetivo de procurar una producción agrícola y ganadera que disminuya al máximo su impacto ambiental y mire por el bienestar animal. Y para ello tenemos a nuestro servicio un montón de herramientas de tecnología digital agraria como la drónica, la robótica, el internet de las cosas, la teledetección, el big data, la inteligencia artificial, o el blockchain; o de biotecnología. También un mayor conocimiento de economía circular, para conseguir que toda la materia orgánica producida en los cultivos se aproveche al máximo con el objetivo de residuo cero, mediante el desarrollo de nuevas técnicas extractivas de principios farmaceúticos o nutritivos de dichos residuos, la fermentación de los mismos para obtener nuevos alimentos para el ganado o los humanos, su incorporación a composites plásticos para fines diversos, la extracción de nanomateriales, su transformación en biocarburantes o biofertilizantes para el suelo. Y para seguir avanzando, no olvidar incorporar más talento al agro: veterinarios, ingenieros agrónomos, ambientalistas o biólogos, entre otros, e incrementar la financiación de la I+D+i agraria y alimentaria.

Me consta, como no puede ser de otra manera, que la inmensa mayoría de los agricultores y ganaderos están por la labor. De hecho, sus líderes ya se pusieron las pilas hace tiempo y su efecto arrastre de los demás empieza a ser evidente.

Por todo ello, en vez de criminalizar a los agricultores y ganaderos, ayudémosles. Desde los gobiernos, con políticas que les faciliten transitar hacia producciones cada vez más sostenibles y, desde todos nosotros, mirando con otros ojos a los que nos dan qué comer y han conservado la naturaleza tal y como ha llegado hasta nuestros días. Ya nos vale.

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