TRIBUNA LIBRE / OPINIÓN

Conjuros contra el mal

2/05/2020 - 

Aunque ya se nos ha anunciado un confuso calendario de lo que llaman desescalada debidamente aderezado con la introducción, nada confortadora del término “nueva normalidad”, que es lo menos parecido a una normalidad de las de toda la vida, lo cierto es que seguimos teniendo nuestra movilidad y actividad extremadamente restringidas, aunque seremos un poquito más felices desde hoy al permitírsenos al común de los mortales hacer deporte en solitario o pasear en compañía de persona conviviente. No es poco.

Y, entre tanto, siguen corriendo las fechas en lo que han sido, otros años, hitos señalados de nuestro calendario festivo tradicional. Y de la mano del correr de los días, han proseguido las suspensiones de actos tan entrañables como la murciana noche de los mayos, que tenía que haberse celebrado el pasado jueves para poder cantar ante las cruces y altares aquello de “estamos a 30 de abril cumplido, mañana entra mayo, de flores vestido”.

Tampoco nos encontramos en plenas fiestas de la Vera Cruz, ni hallaremos hoy la cuesta de Castillo caravaqueña abarrotada para contemplar la famosa carrera de los Caballos del Vino. Ni se conmemorará con la solemnidad debida, mañana domingo, la festividad de la Invención de la Santa Cruz (el hallazgo de la Cruz de Cristo por Santa Elena) en la misma Caravaca, en Abanilla o en Ulea. Por no hablar de los singulares mayos alhameños o las controvertidas (por cuestión de los ruidos nocturnos) cruces cartageneras.

Pero en este sábado tendrá lugar un rito extraordinario, por inusual, que traerá memoria de otro que daba comienzo, en tiempos pasados, por estas mismas fechas del mes de mayo. A las siete de la tarde, se celebrará una vigilia de oración, con Exposición Eucarística, en la capilla pública del Palacio Episcopal y, acto seguido, el obispo de Cartagena bendecirá con el Santísimo Sacramento toda la Diócesis desde los balcones principales del Palacio Episcopal, tanto en su fachada norte, de la plaza del Cardenal Belluga, como en la sur, sobre la Glorieta de España.

Don José Manuel Lorca se ahorrará la fatigosa subida hasta la torre de la Catedral, desde cuyos conjuratorios, esos templetes que se alzan en las cuatro esquinas del cuerpo que cuenta con pétrea balaustrada, eran conjuradas las calamidades en general y, de la cruz de mayo (el día 3) a la de septiembre (el 14 de ese mes) las plagas y tempestades que pudieran arruinar las cosechas mediante un toque de campana específico, que sonaba todos los santos días durante esos cuatro meses y pico.

En sus últimos tiempos, principios de los años 70, la campana de los conjuros sonaba a las cinco de la tarde, pero anteriormente lo hacía a las siete, siete y cuarto, once y once y cuarto de la mañana, y a las cinco y cinco y cuarto de la tarde, y se decía que el fundamento de aquél tañido era alejar las nubes o romperlas (como la avioneta fantasma, pero más místico), poniendo a salvo los frutos en tiempo de floración o recolección. A los tres toques dobles de conjuros de la campana destinada a tal fin, se descubría en el templo catedralicio el Lignum Crucis, venerada reliquia de la Santa Cruz, cuando amenazaba tormenta, y cuentan los estudiosos que esta práctica se verificaba desde el año 1741.

Una noticia publicada en la prensa en 1892 aseguraba que el repique de campanas quería decir: ¡Nubes desoladoras, que lleváis en vuestro seno el rayo que incendia y mata, el granizo que destroza y el agua que inunda! ¡Nieblas, cuyos húmedos celajes son como sudarios de muerte que envuelven los frutales! ¡Vientos abrasadores que agostáis las plantas!... Pasad, huid lejos y no malogréis los afanes del pobre labrador! ¡Dejad que los trigos granen, que las frutas maduren, que se recoja el trigo de las eras, que se haga la vendimia; que se sequen los pimientos en las lomas, que el colono vea realizadas todas sus esperanzas.

Los Acuerdos Capitulares del Cabildo Catedral del año 1785 narraban la forma en que se realizaban los conjuros y las obligaciones del campanero, conjurante y sacristán, "primero, con la campana mayor, luego con la del reloj, y después con las demás, según la necesidad”, y el capellán conjurador había de estar en la torre “al segundo toque de la campana mayor, y ponerse a conjurar donde el campanero le señale, que será al frente de donde sale la nube, y no se bajará hasta que el campanero le avise estar asegurado el tiempo”.

El día del último conjuro, se hacía un repique general y una banda de música subía al cuerpo de campanas interpretando música popular desde los balcones, costumbre que se extendía a las fiestas más señaladas. Y la ocasión sería merecedora de que se volviera a hacer tal cosa, cuando la insólita situación que vivimos llegue a su fin.

José Emilio Rubio es periodista


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