A Platón le pirraban los higos, Pitágoras era vegano y Leonardo da Vinci fue el Ferran Adrià del Renacimiento. Esta y otras curiosidades forman parte de Gastrosofía, una historia atípica de la filosofía escrita por Eduardo Infante y Cristina Macía y editada por Rosamerón.
MURCIA. El arte del buen comer y el buen beber ha dado mucho que pensar a los filósofos desde la Antigüedad, aunque lamentablemente a algunos solo les sirviese para llegar a la conclusión de que alimentarse con gusto era pecaminoso. La idea de que la gastronomía es una fuente de placer que también procura conocimiento es en realidad bastante moderna. Del mismo modo, el refrán que dice que “la virtud está en el justo medio” no se originó en la época de nuestras abuelas, sino en la de Aristóteles.
En 2021, la escritora y traductora Cristina Macía y el filósofo Eduardo Infante reunieron en un libro muchas de las anécdotas, curiosidades e interconexiones históricas que han definido a lo largo de los siglos la relación entre comer y pensar. Tomando prestado un término acuñado a mediados del siglo XIX, el libro se tituló Gastrosofía.
Una de las primeras conclusiones que ofrece este ensayo es que, con mayor o menor grado de exigencia, los grandes filósofos de la Historia (al menos hasta las puertas del siglo XX) eran más partidarios de la moderación que del desenfreno. Y luego estaba Pitágoras (570 a.C-490 a.C.), que básicamente pensaba que había que abstenerse de casi todo.
Para el filósofo y matemático griego, los humanos venimos al mundo contaminados por los pecados cometidos en vidas pasadas, de modo que urge purificarse espiritualmente. Esto se conseguía evitando darle alegrías al cuerpo. Su teoría de la transmigración de las almas le llevó a ser vegano -quizás el primero de la historia. No quería comerse animales que potencialmente podían ser la morada de un alma pecaminosa.
Los pitagóricos observaban excéntricas normas en la mesa. Por ejemplo, el pan no se podía partir y había alimentos completamente prohibidos como el salmonete (“porque se alimenta de cosas sucias y fétidas”) y el atún rojo, por su aspecto sanguinolento (el derramamiento de sangre era otro de los tabús de la secta pitagórica). En cualquier caso, la falta más imperdonable de todas era la de -atentos- comer habas. Parece ser que existen diversas conjeturas acerca del origen de esta fobia, y varias están relacionadas con la supuesta semejanza de las habas con los genitales.
Otro obseso de la frugalidad en la gastronomía fue Platón (427 a.C.-347 a.C.), que estaba espantado con “las gentes que se sacian dos veces al día”. Aunque parezca paradójico, al autor de El banquete no le interesaba mucho la comida, aunque sí las lizas dialécticas que se establecían alrededor de la mesa, lo que se llamaba el simposio. En su opinión, la función del alimento es mantener el cuerpo sano para que no estorbe a la mente. Eso de “buscar el placer, pero no la verdad” no le gustaba un pelo. La dieta ideal platónica estaba compuesta por pan de cebada o trigo junto con un poco de queso y alguna verdura. Había, eso sí, una fruta que volvía loco al creador del mito de la caverna: los higos.
De beber, ni hablamos. Para Pitágoras emborracharse era un ultraje. Tal era su inquina hacia la ebriedad, que diseñó una copa de vino con un mecanismo que impedía que se llenase más de lo debido. Cuando el vino superaba cierta cota, un sifón invertido oculto en su interior hacía que el vino se precipitase por la base y echase a perder la túnica del borrachín en cuestión. Platón, por su parte, hacía una pequeña excepción a su norma de no tajarse jamás. Los únicos que podían acercarse a la embriaguez eran los ancianos, puesto que el filósofo reconocía que el vino “es un eficaz remedio contra la sequedad de la vejez, rejuvenece, ayuda a olvidar la pesadumbre y ablanda el carácter”.
Mucho más apasionado por la biología y las cosas de la vida que por los ideales abstractos, Aristóteles (384 a.C.-322 a.C.) desarrolló su propia taxonomía de los sabores básicos en los libros titulados Acerca del alma. Distinguía entre dulce, untuoso, picante, áspero, ácido, salado y amargo (lo del umami llegó muchos siglos más tarde). Otra de sus interesantes aportaciones fue el descubrimiento del órgano masticador de los erizos de mar; una estructura ósea y muscular situada dentro de la concha pero que pueden proyectar hacia afuera. Se bautizó como la “linterna de Aristóteles”. Este padre de la filosofía occidental también predicaba la moderación pero, a diferencia de Platón o Pitágoras, él no consideraba que disfrutar comiendo y bebiendo fuese un pecado. Sencillamente, había que ejercer el autodominio para no caer en excesos que nos convierten en siervos, en lugar de amos de nosotros mismos.
Después llegó Epicuro (341 a.C.-270 a.C.), un “materialista sensualista” y también un buen tipo cuyas ideas tardarían siglos en encontrar verdadero acomodo en la sociedad (Marx escribió su tesis doctoral sobre él y por eso quizás se le ha tildado en alguna ocasión como “el marxista de la Antigüedad”). Hasta que no se superó la Edad Media y entró la luz del Renacimiento, la figura de Epicuro no fue reivindicada. Instaló su escuela -su Jardín- en Atenas, en competencia con la Academia de Platón y el Liceo de Aristóteles. Era una pequeña casa donde los amigos (incluidas mujeres, esclavos y extranjeros) “se reunían a comer los frutos de su trabajo, a pensar en libertad, a dialogar y a perder el miedo a la muerte, a reír”. La mala prensa que se dio a Epicuro durante siglos instaló la falsa idea de que abogaba por el despilfarro y el vicio, cuando en realidad le interesaba más el placer de la conversación en la mesa que el hecho de atiborrarse. Predicaba comer poco y sano, con frutas y verduras cultivadas por uno mismo. Su pasión era el queso fresco, que en esa época, y en Grecia, solía ser de cabra u oveja.
La gastronomía en la Edad Media cristiana estuvo llena de privaciones porque la gula está considerada como uno de los pecados originales. Durante siglos, el consumo de carne, lácteos y huevos estuvo prohibido durante un tercio del año. También es cierto que el pueblo llano no tenía capacidad para acceder en ningún momento del año a este tipo de productos, que solo estaban al alcance del clero y la nobleza. Infante y Macía explican algunos de los truquitos que estos utilizaban de vez en cuando para saltarse la norma. Por ejemplo, como cualquier animal acuático se consideraba pescado, pues comían castores. Y si un monje tiraba un cerdo al río…. pues animal acuático también.
Para los guardianes del pensamiento religioso cristiano, no solo estaba mal comer mucho, sino también comer entre horas, comer con ansia o comer platos a los que se había dedicado demasiado tiempo y esmero. San Agustín, por su parte, no tenía nada en contra de que la gente comiera y bebiera, siempre y cuando no le gustara. Santo Tomás de Aquino, enemigo del deseo desordenado, dejó escrito que la falta de moderación en la comida y la bebida embotaba la mente y que por el contrario la abstinencia mejoraba la agudeza de percepción.
También durante el Medievo, pero en al-Andalus, la cosa tenía más color. En la Córdoba califal encontramos a Averroes, legendario filósofo y médico que ya en el siglo XII hablaba de las virtudes del AOVE, y que además dejó para la posteridad una curiosa receta de huevos fritos: “Se cuecen los huevos y se les quita la cáscara. Se parten en dos y se les saca la yema, que se mezcla con cilantro verde, jugo de cebolla, especias y canela. Conm esa pasta se rellenan. Se atan con un hilo y se sujetan con un palillo. Se rebozan con clara de huevo, azafrán y harina y se fríen en aceite muy suave que no sea ácido. Y que sea lo que Dios quiera”.
Al parecer, también le debemos a los árabes el generoso proverbio que, traducido a nuestro lenguaje contemporáneo, dice que “donde comen tres, comen cuatro”. Es lo que decimos siempre en Guía Hedonista, que lo de comer no va solo de engullir, sino de compartir.
El Renacimiento supuso volver a disfrutar de la comida sin conciencia de pecado. Y como epítome de esta reivindicación de la imaginación aplicada a la gastronomía tenemos el ejemplo de Leonardo da Vinci. El maestro de Toscana empezó a trabajar como camarero en una de las tabernas más conocidas de Florencia -Los Tres Caracoles- y ascendió rápidamente a cocinero. Se considera que fue un pionero en la introducción de conceptos como la importancia del emplatado e incluso la idea del menú degustación. Lo malo es que a la clientela habitual no le iba mucho el rollo creativo y minimalista y Leonardo acabó de patitas en la calle. Inasequible al desaliento, unió fuerzas con Botticelli para montar su propio negocio de restauración, al que bautizaron como La Enseña de las Tres Ranas de Sandro y Leonardo. Y sí, volvió a fracasar estrepitosamente. Los paisanos del Quattrocento italiano no le veían ninguna gracia a eso de comer “una anchoa enrollada descansando sobre una rebanada de nabo tallada a semejanza de una rana”.
Otra divertida anécdota relacionada con Leonardo y la gastronomía tiene que ver con el fresco La Última Cena. Un análisis pormenorizado realizado por el historiador John Varriano desveló que en lugar de representar el menú que se presupone más realista para la época y el lugar (cordero asado con hierbas amargas, pan sin fermentar y vino), el pintor le dio un giro mucho más “flexitariano”, y sustituyó la carne por una anguila asada acompañada de naranjas. Casualmente, y siempre según Infante y Macía, era uno de los platos preferidos de Leonardo.