Por mucho que se haya dicho, el hecho no caduca. La gran noticia académica de la última legislatura es que el Ministerio de Universidades respira. De momento, la información disponible deja intuir un listado de filias y fobias del titular de la cartera: no a la educación memorística, no a los másters de dos años, sí al copiado inteligente, ojalá la gratuidad total del sistema universitario del futuro, y ya veremos con la solución a la precarización académica y la alternativa en la elección de los rectores. Y si nos parece poco, escéptica que es siempre la parte gobernada, la semana pasada, además, Manuel Castells anunció una nueva flexibilidad de los másters y la necesidad de retoques en el anteproyecto de la Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU) en busca del consenso en materia de gobernanza académica.
En vez de redundar en estos debates abiertos desde que Humboldt y les grandes écoles superaran la universidad medieval, al científico social más prestigioso de España le inspiró, para su observatorio global en La Vanguardia, una lectura sobre algo que anestesia a una buena muestra del estudiantado, la vuelta a la presencialidad en ese entorno colectivo y urbano de afectos encontrados conceptulizado como macrobotellón. En su faceta de observar y lamentar, el padre de la noción del espacio de los flujos titulaba su columna del sábado con “¡Qué tristeza!”, no para fiscalizar la situación del PDI asociado, sino para analizar, así en general, la crisis de credibilidad de los valores de convivencia, esfuerzo y confianza en el futuro entre la juventud europea. Pero ahondar en la histeria etílica para poner sobre la mesa los problemas sociales que afectan a la educación cubre el expediente tanto como el desdoblamiento morfológico con respecto a las políticas de igualdad.
El autor de La nueva revolución rusa sabe que el exceso en el consumo de alcohol debe atribuirse a una acumulación de factores ambientales. De ahí que Castells sumara a la crisis de relaciones sociales positivas el individualismo extremo favorecido por la idea de mercado como “valor supremo” y de competitividad como modelo de éxito, un caldo de cultivo para la separación del individuo y su entorno (del cual se siente incomprendido y estafado) y un muro a la transmisión de valores viejos y nuevos a la juventud, en plan sermón sofisticado a lo Javier Urra. Por eso, el ministro y teórico de las organizaciones quiere quitarle barreras a la formación y traumas a la juventud universitaria facilitando la matriculación en asignaturas de otras carreras, y para casos excepcionales, el acceso a un máster aun cuando no se haya superado el Trabajo Final de Grado (TFG), algo que rasga las vestiduras más que la existencia de directores y directoras de máster sin titulación universitaria.
Lo que nadie sabe todavía es si la política universitaria de Castells, al que ya se le achaca la pretensión de ceder la ordenación académica a las editoriales científicas multinacionales, se definirá antes de que la academia se aclare a la hora de considerar un clásico su obra como sociólogo. Privilegio que lo diferencia de otros ministros, mucho antes de gobernar el vecino más internacional de Hellín ya había sido objeto de estudio académico gracias a que su colega británico Anthony Giddens, el que susurraba la tercera vía a Tony Blair sin saber que ya lo habían inventado los valencianos, comparase su conocida trilogía La era de la información, la Biblia de la comunicación digital, con Economía y Sociedad de Max Weber, suscitando un debate para discernir si Castells podría ser un Durkheim, un Marx o un Weber como exponente de grandes cambios en la forma de producir conocimiento científico y de teorizar en las ciencias sociales.
El chascarrillo veraniego que Castells hizo sobre la proliferación de las pseudouniversidades, las universidades de pintar y colorear como se conocen en el argot académico, sin mojarse sobre la calidad de los másters públicos, sabe a poco cuando la reflexión sobre los veinte años de la conformación del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) se la ha engullido la pandemia. Ahora que Europa se enfrenta al reto de la transformación digital, hay que repensar las bases que inspiraron la armonización de los planes de estudio de los estados miembros en aras de la libertad académica y la movilidad y la empleabilidad de los estudiantes universitarios.
Los partidarios como Giddens y Castells de la sociedad del conocimiento, ese concepto cuqui que confunde el sentido de los términos, afirmaron en su día que el mercado laboral del futuro iba requerir una mayoría de trabajadores con educación superior. Como ya sabemos, aquel pronóstico no implicaba un aumento de cualificación científica entre los titulados, sino un reducción en la cualificación de la enseñanza superior, convertida en industria del saber para adaptarla a las demandas del mercado a base de descomponer el conocimiento en competencias, y para que la educación superior permanezca a lo largo de toda la vida laboral, con el consiguiente desembolso. Como señalaba el filósofo José Luis Prado en 2008, al avanzar la conversión de la formación universitaria como prolongación de la enseñanza secundaria, “solamente una mano de obra (o de “conocimiento”) completamente descualificada necesita una permanente recualificación, y solo ella es apta –lo suficientemente inepta– para recibirla”.
Es momento de preguntarse seriamente si el fruto del Proceso de Bolonia responde a sus diversas expectativas tanto en sus implicaciones de inclusión social y de ayuda a la movilidad de alumnado y profesorado refugiado como en la adaptación de la innovación y las nuevas tecnologías, además de promover la igualdad, la responsabilidad social y el desarrollo sostenible. Y lo más importante, que el marco europeo de enseñanza superior no solo garantice oportunidades de estudio, sino que también ofrezca posibilidades para desarrollar las competencias avanzadas de los titulados en el mercado laboral, lo que escapa a la responsabilidad exclusiva de los ministerios de educación y universidades. Todos estos aspectos no pueden quedarse en el lenguaje político. Urge su traslación en políticas verdaderamente significativas. ¿Y qué opina usted, señor Castells? Le estamos esperando.