MURCIA. Las explicaciones sencillas a por qué el mundo es como es suelen ser las más acertadas. Quizás explican poco, pero, también, se equivocan menos que las complicadas. Es lo que se llama la navaja de Ockham, por el franciscano Guillermo de Ockham quien, además de servir de inspiración a Umberto Eco para el protagonista de El nombre de la rosa, dejó escrito que: «En igualdad de condiciones, la explicación más simple suele ser la más probable».
Y esta verdad detrás de lo simple es lo que anida en la obra del sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman (1925-2017), sin duda, uno de los pensadores clave de la segunda mitad del siglo XX y que, pese a ser silenciado con frecuencia por razones ideológicas, tuvo merecido reconocimiento en los últimos años de su vida y, entre estos reconocimientos, destaca por proximidad el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades de 2010.
Su biografía se ajusta a los grandes dramas y transformaciones de Europa en los últimos cien años: judío polaco, estudioso y pensador, combatiente en la Segunda Guerra Mundial, militante comprometido, exilado y finalmente nacionalizado británico; una voz valiente con un pensamiento lúcido y reflexivo sobre su tiempo. Sin duda, uno de los mejores analistas sociales del último siglo que amplía e ilumina la antropología de la posmodernidad.
Su obra es muy extensa, con más de cincuenta libros y cien ensayos y, sin embargo, pese a su solidez y temática compleja, su prosa es brillante y perfectamente entendible por cualquiera, porque se explica desde abajo con una nomenclatura fácil y abierta. Y entre todos los temas que relató y explicó, sin duda, el que más fama le dio fue el de la Sociedad líquida.
"El sociólogo Zygmunt Bauman es, sin lugar a dudas, uno de los mejores analistas sociales del último siglo que amplía e ilumina la antropología de la posmodernidad"
Para Zygmunt Bauman, el fin de la modernidad se aprecia por la transformación de los antiguos principios duros de la cultura y el sistema de producción en referentes blandos, líquidos. Los nuevos valores de la posmodernidad ya no son la estabilidad, la seguridad o los valores eternos como antaño, sino la movilidad, la transformación, la incertidumbre, la precariedad, la fluidez y el relativismo extrapolado a todas las creencias y prácticas sociales, donde la vida es cada vez más digital y menos real e incluso el amor se sustituye por el placer individual, más accesible y menos sacrificado.
Nuestra sociedad es un agregado de individuos teóricamente todopoderosos donde lo público se percibe como limitado y limitante. Esta extrema individualización, notablemente visible en el ámbito económico, político y cultural, ha llevado a la configuración de una modernidad y una cultura líquidas, donde prima el individuo por encima de otra cosa. El consumo —y no la propiedad— se vuelve el lenguaje de la relación social y en él se construyen las nuevas formas sociales.
Es la era de las migraciones masivas, de fronteras líquidas diluidas en la sociedad global, de un proletariado generalizado pero invisible, una sociedad de falsos rentistas sin más crispación social que el conflicto entre quienes pueden comprar cosas valiosas y quienes solo pueden acceder a baratijas.
Una época de simulada tolerancia y eclecticismo que ha visto cómo la opresión del estado sobre el individuo se ha convertido en otra donde el individuo es el referente absoluto del poder y lo que aparece como desvalido y en peligro es justamente lo público.
Desaparecen prohibiciones y reglamentos que se sustituyen por la seducción y el marketing: la sociedad se llena de señuelos que permiten controlar a las personas mediante deseos inducidos, al margen de sus necesidades reales.
En pocos meses se celebrará el centenario de su nacimiento y toda ocasión es buena para revisar las ideas de una mente brillante.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 112 (febrero 2024) de la revista Plaza