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EL CABECICUBO DE DOCUS, SERIES Y TV  

‘Atomic Café’: No saber si reír o llorar con la guerra nuclear y la televisión

17/08/2024 - 

El documental Atomic Café es un clásico del cine-collage. Realizado a partir de películas de los años 50 en las que se enseñaba a los niños qué hacer en caso de guerra atómica, con ellas se tranquilizaba a la población diciendo, por ejemplo, que la amenaza nuclear tampoco era para tanto, que solo moriría el 18% de la población. Décadas después de esos mensajes tan naif, en los 80, una tv-movie emitida por la ABC y unos artículos de Carl Sagan explicaron lo que era realmente la guerra nuclear y nunca el pacifismo llegó a cotas más altas

MURCIA. Nuestra capacidad de sorpresa está realmente agotada a estas alturas del siglo. Hace unos días, Ucrania invadía Rusia. Si nos dicen esto hace un año, estaríamos alucinando. Si nos lo dicen hace dos, nos caeríamos de culo. Pues la semana pasada se lanzaron las operaciones militares ucranianas en Kursk, que siguen siendo exitosas, y ningún periódico abrió con ellas. Estaban todos con los Juegos Olímpicos y si hace o no calor. Nadie le dio demasiada importancia. Ni siquiera después de todo el riesgo de guerra nuclear, el peligro de escalada, del que se hablaba si Rusia no conseguía sus objetivos. Pues ahora no es que esté fracasando a la hora de apropiarse del país vecino, es que está perdiendo su propio territorio. 

Cuando empezó el conflicto de Ucrania y Rusia se desfondó en su intento de tomar Kiev, yo en un principio sentí algo de pánico. Me daba asco que se salieran con la suya, pero me daba miedo que no lo lograran por lo que pudiera pasar. Hay que tener en cuenta que la principal motivación del régimen de Putin es que siga existiendo el régimen de Putin, si han mandado a una picadora de carne a miles de personas de su propio pueblo con este fin ¿Qué límites tienen? Por lógica, ninguno, pero alguno debe haber, porque si no han apretado el botón después de que se violen sus fronteras, la amenaza que se cierne sobre ellos tiene que ser muy real. 

Sea como fuere, la banalización del peligro nuclear me recuerda al documental Atomic Café, de 1982, obra de los estadounidenses Jayne Loader, Kevin Rafferty y Pierce Rafferty. Un collage con vídeos realizados en los años 50 y principios de los 60 de temática nuclear que, pasado el tiempo y alcanzado cierto nivel de conocimientos, son escalofriantes por su propia inocencia. 

Primero, porque aparecen películas de cómo los soldados estadounidenses llegan a atolones remotos, como el de Bikini, a probar las bombas y tienen que evacuar a los lugareños con motivos ridículos. Les explican que dios les ha concedido el arma más poderosa y que, prácticamente, tienen que probarla en sus casas, que si no les hace ilusión. Más adelante, se nos muestran las heridas que sufrieron nativos que estuvieron cerca de zonas donde se realizaron pruebas de este tipo y son espantosas. Y después, cuando los que van a testear la explosión nuclear son los propios soldados estadounidenses, el efecto que produce es el mismo. Sin saber ni entender a qué se iban a exponer, a esos pobres soldados que estaban haciendo la mili, les daban una serie de instrucciones, los metían en una trinchera en el desierto y los ponían delante de la deflagración. A ver qué pasaba. 

Narrativamente, el documental no cuenta nada que no sea de sobra conocido. La ejecución de los Rosenberg es especialmente desagradable. Aparece el testimonio de un periodista, Bob Considine, que explica detalladamente cómo murieron. Julius, de una descarga; Ethel, en cambio, de varias. No expiró a la primera y le tuvieron que dar tres. El periodista se descompuso en la escena, la estaban achicharrando en un sentido literal. Su delito, de todos modos, era imperdonable. Le habían pasado al enemigo consagrado el arma más poderosa del mundo. 

Ya no es noticia recordar los ambientes claustrofóbicos que desató la Guerra Fría en Estados Unidos, cómo el anticomunismo sirvió para purgar a mucha gente de sus puestos de trabajo y a otros tantos les valió para trepar. La parte paranoica está muy trillada. Son mucho más llamativos los vídeos de los años 50 en los que se dan consejos a los ciudadanos de a pie y a los niños en la escuela para sobrevivir a la guerra nuclear. 

Sale un señor que va al médico y le diagnostican “nuclearosis”, una preocupación excesiva por la guerra nuclear. La película, didáctica, explica que no tiene sentido sufrir de esa manera. Se ha contabilizado que el 85% de la población experimentaba esos síntomas, pero para tranquilizarles, dicen: “solo el 15% moriría en una guerra nuclear”. 

En los primeros ochenta, hubo un revival de todo lo que fuera anterior a la era hippie. Los 50, su cine, sobre todo el de serie B, cobraron un atractivo renovado especialmente por su inocencia. No era un fenómeno extraordinario, ahora sigue sucediendo con los años 80 precisamente. Son procesos cíclicos, el pasado lo rumiamos como las vacas. En ese momento, ver dibujos animados con instrucciones para niños para protegerse de la onda expansiva de un misil nuclear, como los que aparecen en Atomic Café, tenía que ser la monda. Se presentaba el peligro radioactivo como un picnic. 


Realmente, se tardó mucho en tener verdadera conciencia de lo que podía suponer un conflicto de estas características. Si en los 50 la Guerra Fría azuzó el belicismo y el patriotismo, lo que ocurrió décadas después fue completamente diferente. Carl Sagan escribió a principios de los 80 una serie de artículos detallando la magnitud de la amenaza que tuvieron gran impacto en una población más educada y que ya había pasado por las revoluciones de los años 60. 

De hecho, en 1983, la cadena ABC emitió una tv-movie que tuvo más impacto que muchas obras de Hollywood: El día después. Era una historia coral sobre cómo se viviría en una ciudad la explosión de un misil nuclear. Inicialmente, iba a ser una miniserie, pero para evitarse problemas con el gobierno que afectaran a los anunciantes, se quedó en película. 

La vieron varios millones de telespectadores. Tuvo que aparecer el secretario de estado, George Shultz, a decir que no había ninguna amenaza nuclear inminente en ese momento. Meses después, en Reino Unido se estrenó Threads, que venía a ser exactamente lo mismo que El día después, pero en una versión más cruda y sin edulcorar, con más aristas, como es normal en el audiovisual británico.  

Las crónicas de la época reflejaron cómo el público salía atemorizado y vomitando de los cines. Es posible que estos impactos procedentes de la cultura popular llegasen a influir en las políticas de apaciguamiento que dieron lugar a la Perestroika en la segunda mitad de la década. Lo más curioso es que, ahora, cuando recordamos la segunda mitad del siglo XX la tenemos asociada –o eso se empeñan en hacernos creer- con años de bienestar y poder adquisitivo, cuando la realidad económica era más prosaica y la geoestratégica, escalofriante. No se pueden separar los nihilismos tan frecuentes esos años entre la juventud de la sensación de que cualquier día se podía acabar el mundo. Ver cómo se edulcoraba esa realidad en Atomic Café clama al cielo.

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