MURCIA. Nunca olvidaré aquellos ajos envasados en vinagre de Consum que acababan de descubrir Fernando y Pedro. Aquel día, en Faura, la comida comenzó con esta sabrosura, ajos y vino, como si fueran días de vino y rosas. La dos galgas se acurrucaban, una a cada lado, de Fernando, con esas miradas compasivas y profundas. Lucas se fue, ese enorme perro que llenara el alma del periodista y escritor. Me llamo Lucas y no soy perro, es uno de los libros más íntimos y bellos de Fernando Delgado. Después llegaron las galgas, preciosas, amorosas.
Fernando conoció a Pancho, que tampoco es perro. Aquel día, en el barrio del Carmen de València, mi perro ronroneaba y Fernando lo miró fijamente a los ojos tristones de mi Pancho que siguen emanando tristeza, ternura y necesidad de cariño. Se enamoraron en un instante. Pancho bajó la cabeza, lanzando esos sonidos guturales, casi aullidos, para transmitir su bienestar, para enredarse en las piernas de Fernando.
Es difícil escribir sobre el último viaje de Fernando Delgado. No hemos dejado de comunicarnos y querernos. Sus mensajes online insistían, hasta el pasado otoño, en Mi niña, querida Amparito, no dejes nunca de escribir. Te quiero mucho, no te detengas, sigue adelante, siempre adelante.
El último contacto presencial fue en la Universitat de Castelló, en la UJI, donde recibió un merecido homenaje. Ese día, hace casi dos años, me propuso que llevara a mis hijos, sus parejas y mis nietos, y, claro, a Pancho, a comer a Faura. Necesitaba estar con esta familia deconstruida, con la parte matriarcal y anímica. Porque Fernando era así, un arquitecto de las emociones y la bondad. Quería, además, seguir hablando con mi hijo mayor periodista. Porque, ante este joven periodista, Fernando sentía admiración y, también, el dolor de los contextos empresariales y mediáticos, el pesar de que el periodismo se iba perdiendo.
Aquellas sobremesas en Faura y en infinitos restaurantes de València eran sublimes. Sobrecogía escuchar la misma voz televisiva y radiofónica de Fernando. Me costaba mucho no emocionarme. Como periodista de los tiempos de aquellos telediarios rompedores de TVE, de aquellos programas de A vivir, de la SER, la piel se ponía chinita cada vez que estaba con él. Se lo dije mil veces. Me estremece tu voz, me atrapa y me arrastra a sentir esos tiempos periodísticos que eran honestos, justos y éticos. Y él, siempre, con esa ternura que salía de su mirada y sonrisa, me abrazaba intensamente.
Colapsé al conocer su muerte. Invadida de tristeza, de dolor, y con el deseo de abrazar fuertemente a Pedro, su profunda pareja, su compañero eterno, bellísimo. Pedro es Fernando, y Fernando era Pedro. Nunca sentí una pareja tan amorosa, tan respetuosa, tan unida, comprometida y compenetrada. Nunca.
Una de las muchas veces que estuve en Faura, en una de las celebraciones del cumpleaños de Fernando, en febrero, estaba comentando cosas con alguien y, al mismo tiempo, escuchaba a mi espalda la profunda voz de Fernando junto con la fina voz de otra persona canaria, como él, amigo de infancia. No sé qué decían, pero, de nuevo, la piel se puso chinita. Eran Fernando Delgado y Juan Cruz. Las voces de nuestro crecimiento profesional y personal.
Aquellas sobremesas eran demasiado emocionantes, íntimas. Fernando tenía la misma obsesión que compartimos quienes crecimos en el periodismo de los tiempos de la transición, de los ochenta y los noventa del pasado siglo. El mal uso de las palabras, la grosería política, la violencia verbal, la insoportable prepotencia de periodistas, cuando el periodista nunca jamás debe ser protagonista, la falta de educación y respeto en los medios de comunicación, el lenguaje soez de los periodistas.
Escuchar a Fernando era el mejor elixir para sobrevivir en tiempos tristes y decadentes. Cada lunes le enviaba mis artículos en CastellónPlaza. La respuesta siempre era un beso y esa frase: Mi niña, nunca dejes de escribir. Eres buena escribiendo.
El domingo, Castelló vivió una maratón, que pasó por mi barrio, con un ruido insoportable, lo siento, pero tanta batucada y alegría era molesto en estos días de luto oficial, de duelo por la tragedia de Campanar, en València. Trabajé seis años muy cerca del edificio colapsado. Ha sido horroroso. Pensé mucho en la muerte de Fernando. ¿Cómo se debe informar ante una catástrofe de estas dimensiones? Desde el respeto, la información contrastada, siguiendo los canales oficiales y sin generar la irresponsabilidad de especular.
Cierta comunicación que se ha ido recibiendo de esta tragedia es ignominiosa. Ha sido terrible seguir la falta de respeto a las víctimas, sus familias y personas allegadas, además de quienes lo han perdido todo. Incluso, un artículo en Las Provincias se preocupaba de la escasa presencia política en las imágenes, de la consellera de Justicia e Interior. Terrible. Tremendo. ¿Cómo es posible esta falta de dignidad periodística en medio de esta horrible catástrofe?
En estos días tan jodidos de duelo y de luto, qué tipo de periodismo se dedica a estas vomitivas crónicas. Algunos medios han convertido esta catástrofe en un espectáculo denigrante. ¿Somos periodistas para esto?. ¿Son periodistas para no respetar nada, para no contrastar, para convertir una tragedia en un circo de primicias?
Me duele en la memoria, y a la vez me carga de energía, aquella frase ¡Fernando Delgado!, ¡Fernando Delgado!, de Elvira Lindo que gritaba Manolito Gafotas en aquellas maravillosas emisiones de A Vivir los fines de semana en la SER. Porque, aquello, era y seguirá siendo la señal del mejor periodismo, lo mejor de esta sociedad.