Este artículo de reencuentro con mis lectores debía anteceder en unas horas al que nuestros escolares llevarían a cabo el lunes con compañeros y profes, tras un paréntesis de… cerca de seis meses. Sin embargo, han decidido en el último momento nuestras autoridades educativas alargar el compás de espera una semana más. Para preparar el terreno, al parecer. Aunque lo que resulta imposible es preparar el ánimo ante una incertidumbre que no se disipa. Esa maldita incertidumbre con la que convivimos desde hace demasiado tiempo.
La había cuando me despedí, en los confines de julio, con aquello de ponerle la mascarilla al gato, y sigue presente ahora, cuando estamos con que si el gato fuma. Pero es lo de menos a estas alturas. Lo de más es una vuelta al cole en la que las habituales reivindicaciones de todos los años se ven reforzadas con el argumento insoslayable de la pandemia. Porque demandas como la rebaja del número de alumnos por aula (lo que llaman ratio) y la contratación de más personal docente, entre otras, son tan habituales que merecen la denominación de clásicas, pero esta vez son subrayadas por el rotulador rojo del coronavirus rampante.
En todo caso, y si no hay novedad, que nunca se sabe en estos tiempos de cambios de criterio y contradicciones, la agitación propia de las circunstancias dilata el comienzo de las clases hasta el 14 de septiembre, víspera de la no-romería de la Fuensanta, que esa es otra y merece su comentario aparte. Y muchos pensarán que el cole arranca tardísimo… pero si miramos atrás algunos años, y no digamos si echamos un vistazo a la niñez propia, nos encontraremos con que el regreso a las aulas, con la piel tostada por un sol que quemaba menos, y los brazos y piernas bien surtidos de heridas de guerra, se producía en torno a estas fechas, precisamente.
Por ir a un caso concreto, de hace medio siglo redondo, el curso escolar 1970-71 se inició el miércoles 16 de septiembre, dos días más tarde de lo que lo hará en este ejercicio de la inesperada demora. Al día siguiente, la crónica de la jornada nos contaba que “muchachos y muchachas, de rostros morenos trabajados a buril por el viento y el sol de las vacaciones” inundaron los recintos escolares. Formación, ofrecimiento del día, el izado de la bandera, la interpretación del himno nacional… como introducción a 220 días lectivos.
En el Colegio Nacional de Prácticas, que aunaba el femenino, llamado María Maroto, y el masculino, San Isidoro, había “cuarenta y tantos niños por maestro” (eso era una ratio de las de entonces) y en total más de 800 alumnos que estudiaron en clases separadas por sexo hasta 1988, y que no coincidían ni en el recreo ni en el comedor.
En aquellos días eran otros los problemas que acuciaban a la enseñanza, y el director del Colegio de Prácticas ponía de manifiesto uno bien serio. No había plazas suficientes en los institutos, y algunos de sus alumnos del curso anterior se habían quedado fuera. Solución al canto: “Nosotros lo vamos a resolver para los nuestros de una manera particular. Fuera de las actividades normales de la escuela, tendremos una clase que recogerá a todos los ‘sin plaza’, y les preparará de Primero de Bachillerato. En junio los presentaremos por libres. Otra cosa no podemos hacer”, decía el hombre, acreditando aquello de que querer es poder.
Claro que esos problemas eran cosa menuda al lado de los que padecían nuestros paisanos hace un siglo, cuando la prensa de la época proclamaba, días antes de que el curso 1920-21 se abriera paso en el calendario, que, en materia de edificios para la enseñanza, el curso escolar primario no podía comenzar en Murcia en peores condiciones, habida cuenta de que “en todas sus obligaciones ha decaído el municipio de nuestra capital hasta un extremo, más que lamentable, vergonzoso; pero en lo que se refiere a escuelas, el calificativo que merece es el de inhumano”.
Y como muestra, media docena de botones: el 4 de marzo, se verificó el desahucio de una escuela de niñas en la calle de Cartagena; el 6 de junio, el de dos escuelas de la pedanía de Barqueros; en el mismo día, pero de julio, el de otra en Espinardo; el 10 del mismo mes, el de otra escuela de la calle de los Apóstoles, y el día 21, también de julio, el desahucio de otra escuela en Beniaján.
Concluiré, a falta de comprobar, dentro de una semana, si se hace efectiva la apertura del curso el 14 de septiembre, con un inicio que se produjo en el mismo día, pero del año 1939, y que fue el primero tras la conclusión de la Guerra Civil Española.
Con motivo de ocasión tan singular, y en un panorama tan diferente a cualquier otro anterior, se comunicó por la Junta Provincial de Primera Enseñanza a los ayuntamientos la necesidad de que procuraran tener dispuestas y adecentadas las escuelas primarias para el citado día 14, “fecha en que se inaugura el curso escolar con la fiesta de la Exaltación de la Cruz y reposición del crucifijo”, acto al que debía darse el mayor realce, pues representaba “la restauración de la enseñanza cristiana en las escuelas”, a la vez que servía de “desagravio al atentado contra los sentimientos de los españoles” que había supuesto la supresión en las aulas de la imagen de Cristo en la cruz.
Se comprueba, pues, que cada época ha tenido, y seguirá teniendo, su propio afán. Y que cualquier tiempo pasado fue, sencillamente, anterior.
José Emilio Rubio es periodista