MURCIA. «No me atrevo a leer el tercer libro porque será cuando acabe todo», confiesa una lectora obstinada de Rafael Chirbes. Se refiere al último tomo de A ratos perdidos, la recopilación de sus diarios personales que ha ido publicando la editorial Anagrama desde 2020 hasta 2023, previsiblemente, la última novedad del escritor, fallecido en 2015.
Las pasiones que ha levantado por mérito el propio Rafael Chirbes tienen su punto culmen en la publicación de estos diarios, porque él, alérgico al protagonismo a la fuerza (no tuvo el reconocimiento del sistema literario hasta el final de su carrera) y por voluntad propia, no desveló apenas nada de su intimidad. Los diarios son, paradigmáticamente, un baúl que presenta algo guardado, pero que resulta totalmente nuevo: una escritura y una mirada del mundo que se podía intuir en sus novelas de ficción, pero que quedan negro sobre blanco en estas cerca de 1.400 páginas.
En el proceso de edición y selección de los textos que conforman estos diarios hay un hombre clave. Es Juan Manuel Ruiz, encargado por orden del propio escritor de proteger su legado literario y así cumplir con la misma exigencia y celo que tuvo Chirbes en vida. Anagrama no añadió más que un par de prólogos para respetar íntegramente esta selección.
Ruiz tampoco ha querido ser protagonista del epílogo literario de Chirbes, por eso apenas se han desvelado detalles del proceso de A ratos perdidos. Se siente incluso incómodo con la etiqueta de albacea literario. «Chirbes redacta unas voluntades, unos días antes de fallecer, en las que expresa su firme voluntad de que yo sea por completo el responsable de los textos de sus diarios. Descarga sobre mí la responsabilidad de publicarlos o no, insistiendo en que él considera que yo tengo el criterio que me va a ayudar a decidir si eso debe publicarse. A él le preocupaba que los diarios estuvieran a la altura de su obra literaria», explica en conversación con Plaza.
Tal y como se evidencia en sus novelas y se confirma explícitamente en sus diarios, a Chirbes le angustia la autoexigencia de depurar siempre sus textos, que reescribe, guarda en cajones o abandona directamente cuando no los ve suficientemente buenos. En sus novelas, sus palabras echan sal a las heridas para recordar que las heridas de clase, de los años del franquismo y de la corrupción siguen abiertas; en sus diarios, detalla lo mal que lo pasa escribiendo, buscando ser responsable, a través de las palabras, con la radiografía que pretende hacer.
¿Por qué Juan Manuel Ruiz? Chirbes y él fueron compañeros en Sobremesa, la revista especializada en vinos y gastronomía. «En las redacciones se habla de todo, y fundamentalmente de libros y de palabras. Chirbes me contaba lo que iba haciendo. No era el único receptor de esta información, pero el hecho de que trabajáramos juntos ayudaba. Él siempre iba con sus cuadernos encima (a menudo eran varios), empezados donde iba escribiendo. Él no escondía que los tenía ni escribía oculto», relata.
En la redacción, Chirbes, inseguro de la altura de su obra, preguntaba y contrastaba opiniones de lo que él creía que quería (o no) publicar. Las conversaciones informales se convirtieron en un encargo esencial para su legado tras su fallecimiento. Ni siquiera dejó cuál quería que fuera su criterio exactamente; la decisión final de si los cuadernos salían a la luz dependía únicamente de Ruiz, que aún a estas alturas sigue exponiendo los pros y los contras de la decisión, como si siguiera debatiendo qué hubiera sido lo mejor.
Una vez embarcado en el proceso de selección, las noches se convirtieron en el momento de leer uno a uno los escritos y decidir pormenorizadamente qué entraba y qué se quedaba guardado en un cajón: «El punto de vista con el que abordé esta tarea fue el de no dejar ni una sola frase que no estuviera a la altura formal y de contenido de su obra. Él, de hecho, ya hace una primera criba, la fundamental». A lo largo de A ratos perdidos hay momentos de lagunas temporales de meses, o apenas unas pocas entradas en todo un año. En varios momentos, reconoce que el texto lo ha reescrito varias veces, como si lo estuviera preparando ya para su posible publicación; por otra parte, también admite que hay cuadernos que ha decidido destruir. «En esos vacíos temporales puede ser que Chirbes no escribiera de su persona y solo lo hiciera de libros o películas que veía, o que hubiera épocas enteras en las que viera que los textos no estaban a la altura formal y decidiera prescindir directamente de ellos», matiza Ruiz.
Hay otro momento, en el tercer libro, donde él mismo compara sus diarios con los Cuadernos de todo de Carmen Martín Gaite: «[Martín Gaite] transmite la idea de que los ha escrito porque lo que uno no se para a pensar y no se ocupa de dejar por escrito se desvanece, se evapora: no ha existido. (…) Yo mismo relleno desde hace años cuadernos con ese propósito: cazar, capturar, ordenar ideas para que tengan existencia y, como he dicho, almacenar materiales para mis libros. Pero los cuadernos de Gaite eran cuadernos de limpio. (…) Yo escribo más bien a vuelapluma, casi como en eso que tanto odio que son los diario psiquiátricos, o, algo aún más odioso, la escritura automática. (…) Podría decir que los míos son cuadernos de sucio, materia en bruto que habría que trabajar».
Más adelante, reflexiona a partir de una cita de Cioran: «Los diarios te darían la posibilidad de escribir para encontrarte contigo mismo, sin que ni siquiera te turbe el ruido de un posible lector. Sí, me digo. Algo de eso hay (…): los cuadernos que escribo a vuelapluma, si bien no me salvan el alma (irremisiblemente perdida), me proporcionan una sensación de plenitud que me hace buena falta».
Entre la inseguridad ante sus textos, por una parte, y la tarea de ir reescribiéndolos, por otra, con el punto añadido de ironía socarrona con la que Chirbes, a veces, buscaba reírse del sistema literario y su posición en él, no hay un punto concreto en el que determinar cuándo tomó conciencia de que sus textos en la intimidad podrían ver la luz. «Por una parte, da la impresión de que él tenía como objetivo la publicación de estos diarios, pero conociéndolo sinceramente, de haber estado vivo, estoy convencido de que los hubiera sometido a una reescritura todavía más feroz y, aun así, se hubiera pensado mucho si finalmente los publicaba o no», reflexiona Ruiz.
«Los diarios son el taller del escritor y la primera pregunta que hay que hacerse es si es material publicable. O sea, hasta qué punto estos diarios colisionan de alguna manera con sus novelas. No es una pregunta fácil de responder. ¿Hasta qué punto (por ejemplo) ciertas revelaciones de los diarios son estupendas para la filología y, a lo mejor, no tan buenas para un lector, para el propio sentido de la novela?», añade.
El tono de A ratos perdidos es el, ya de sobra conocido, de sus novelas: no acepta matices tramposos, no deja olvidar lo que no se ha reconocido plenamente, y no es cínico, pero tampoco cae en la ingenuidad de un mundo basado en los privilegios y las relaciones de poder. En la rueda de presentación del primer tomo, Juan Manuel Ruiz ya adelantó una de las claves de su escritura: Chirbes es, en estas páginas, despiadado principalmente con él mismo: «Él no ocultaba su vida; y no se supo mucho de ella principalmente porque el reconocimiento le llegó muy tarde. En los diarios, él se expresa con la misma contundencia y la misma claridad y radicalidad con la que se expresaba con sus amigos o en la redacción. Pero la palabra escrita tiene un peso mucho mayor que la oral, por eso sus textos aún parecen más radicales».
Conforme se han ido publicando los diferentes tomos, ha habido cierto morbo por encontrar sus críticas más feroces y sus opiniones más contundentes sobre la escritura o la figura de ciertos tótems de la literatura o la política, pero, en opinión de Ruiz, «yo creo que él está perfectamente legitimado para utilizar ese supuesto nivel de crueldad, porque cumple con un requisito fundamental: no se porta tan cruelmente con nadie como consigo mismo».
Sobre la inclusión de estas opiniones que podían ser más mediáticas, Ruiz también reflexionó durante el proceso de selección: «Al principio tuve muchas dudas sobre qué hacer con los nombres públicos y los no tan públicos, sobre todo con las personas de su intimidad. Pero, un día, me encontré con unas iniciales y no supe interpretarlas. Entendí que cuando Chirbes quiso ocultar a alguien, ya se encargó él mismo de hacerlo, y yo no debía añadir ni quitar nada más».
La naturaleza de los diarios de Chirbes no era, ni mucho menos, ajustar cuentas ni atacar gratuitamente a nadie. «No son un arma sino un refugio. Particularmente porque sufría escribiendo, pero al mismo tiempo encontraba paz en ello. En esta especie de dialéctica transcurrió la vida de Rafael Chirbes, en una entrega absoluta a la palabra escrita. En este sentido, los cuadernos cobran una importancia vital. Podían convertirse en obra o no, pero eran su asidero, donde se agarraba para explicarse las cosas y protegerse, y también, a veces, para atacar y defenderse».
La comunidad lectora más fiel a Chirbes se ha ido agrandando a pasos agigantados en los últimos años. Fue la publicación de Crematorio la que lo confirmó como uno de los autores más lúcidamente feroces de la literatura española. Sin excesos, pero sobre todo sin dar licencia a nadie, ante una España que parecía despertar de una ola amnésica de corrupción aparentemente generalizada.
La voz de Chirbes se hizo para muchas personas necesaria, en tanto sus novelas no solo se ocupaban de los males del telediario, sino también de los del alma. Su manera de expresar la ternura era, misteriosamente, resaltando las ausencias de la compasión. En los gestos que no se hacen y en las palabras que se silencian, Chirbes no le otorgaba nada a sus personajes, pero les daba el derecho de desearlo.
Su muerte, tras un cáncer de pulmón, abrió un nuevo tiempo, el del duelo. Dejó escrita Paris-Austerlitz, su última novela y de publicación póstuma, una de las historias que más le costó completar, tal vez por la implicación de hablar de temas que le fueron cercanos, como la imposibilidad del amor y su condición homosexual.
La publicación inesperada de A ratos perdidos abrió una nueva ventana desde la cual hurgar, de otra manera, la cosmovisión de Chirbes, su mirada total. Se convirtió así en un acontecimiento a lo largo de tres años, tres rentrées literarias, tres otoños para despedirse poco a poco del escritor. «Yo también he sentido que mucha gente tenía miedo a enfrentarse al tercer tomo porque es, de alguna manera, el final de Rafael Chirbes. Creo que los diarios han ayudado a muchos lectores en el duelo motivado por su muerte. De alguna forma, tenerlo ahí en los diarios, en algo que tiene que ver tanto con la vida, era como tenerlo vivo. Y lógicamente, todo eso se acaba con la lectura del tercer volumen. He notado mucha emoción y máxima adoración y mucha entrega por parte de los lectores», relata Juan Manuel Ruiz.
Chirbes decía algo así como: «Si tú no sufres, ¿cómo quieres que sufra tu lector? Si tú no te emocionas escribiendo, ¿cómo quieres que se emocione tu lector? Si tú no te preocupas por conocer, ¿cómo quieres que se preocupe por conocer tu lector?». De nuevo esta idea también está implícita en este duelo que suponen los diarios. Su comunidad lectora sufre su pérdida, pero él se vuelve a colocar para ser él la primera víctima.
El propio Ruiz, que además de recoger el encargo era su amigo, también vivió el duelo leyendo sus diarios. Lo hacía de noche y se alargó mucho tiempo: a veces avanzaba mucho, otras no aguantaba más de veinte minutos. Fue una despedida particular. Y con los diarios ya publicados, sigue cuidando al detalle que el legado de Chirbes siga intacto, con la implicación emocional que eso conlleva.
Por eso mismo, A ratos perdidos es el punto final. «Rafael Chirbes estaba muy preocupado por el sentido y la integridad de su obra. Él mismo se encargó de dejar en un cajón aquello que, en su opinión, no superaba su nivel de exigencia. Lo peor que se puede hacer con su obra es publicar algo que él no quisiera», aclara Ruiz.
La última entrada de los cuadernos de Chirbes es de finales de junio, cuando se alarma de un empeoramiento en su salud mientras reconoce que incluso se ha ido resistiendo al diagnóstico: «Hace meses que estoy pensando lo peor», dice en sus últimas líneas. Fallecería a finales de agosto, mes y medio después.
Son precisamente sus diarios también la confirmación de aquello que quería reflejar en sus novelas. Por una parte, todas sus historias, todos sus personajes, son a la vez una reflexión metaliteraria: «Lo bueno de Chirbes es que la forma y el contenido están absolutamente identificados. Hay una tensión, una pelea enorme por apropiarse de la palabra justa para el contenido justo. Esta pelea es la que hace grandes las novelas de Chirbes e, incluso, sus artículos en Sobremesa, salvando las distancias. Sin sufrimiento no se puede entender la escritura de Chirbes».
Por otra, la búsqueda y la intuición como motor de la propia historia: «La novela, en el caso de Chirbes, se resuelve haciéndose, escribiéndose. Por eso siempre nos da la sensación de que hay una especie de indagación, de búsqueda continua del lenguaje». Con A ratos perdidos se puede ver cómo Chirbes va reaccionando a los cambios en su vida y en el mundo, y en esta indagación, encuentra, más que una respuesta, una verdad, o al menos una pregunta que sugiere algo.
Por eso, completo el puzle, ahora solo queda verlo con perspectiva e indagar en su universo, que es el nuestro. Un punto final que, con la generosidad de estos diarios, son un nuevo principio.
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