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crítica de cine

'Verano del 85': Ozon y los sueños del pasado

10/10/2020 - 

MURCIA. Resulta curioso que Verano del 85 haya sido considerada como una película 100% François Ozon cuando en realidad el director francés nunca había abordado el romance adolescente (y el consiguiente desencanto) de una forma tan pura.

Después de la gravedad y austeridad que inundó su anterior película, Gracias a Dios, sobre los casos de pederastia dentro de la Iglesia, Ozon regresa al espíritu que predominaba en su época como cortometrajista, más ligero y juguetón, con menos estrategias artificiales (aunque alguna quede) o coartadas metacinematográficas.

Es como si quisiera retrotraerse a sus inicios, precisamente al momento en el que, con diecisiete años, leyó la novela del británico Aidan Chambers, ‘Dance on my Grave’ (publicada en 1982) y fantaseó con dirigir una película. Quizás por ello, Verano del 85 nos muestra a un Ozon que se quita muchas capas para abraza la esencialidad, casi como si fuera un joven cineasta que está configurando su estilo y su discurso, pero desde una madurez expresiva que le confiere un mayor control de la situación, en una especie de tour de force entre la inocencia y la perversión de la experiencia. En todo caso, resulta revelador que en esa historia de Chambers que él quería adaptar de joven, ya se encontraran presentes algunos de los temas que ha tratado a lo largo de su filmografía, en especial la idealización del objeto de deseo, la obsesión que este genera, la subjetividad del punto de vista y el elemento literario.

Verano del 85 es puro zumo de teen movie. Un adolescente procedente de una familia humilde, David (Benjamin Voisin) conoce mientras navega (y está a punto de morir) a un fascinante joven, Alexis (Félix Lefebvre, auténtica revelación) que lo introduce en su lujosa cotidianeidad, que incluye una mansión, la atención de su excéntrica, morbosa y sofisticada madre, Mme. Gorman (Valeria Bruni Tedeschi) y un trabajo a tiempo parcial en su negocio. La atracción entre ambos terminará en romance, pero desde el principio sabremos quien va a llevar las riendas y quién va a sufrir por encontrarse absorbido (y sometido) dentro de todo este universo magnético y destructor.

Ozon filma desde la ternura y la nostalgia más sensitiva la relación entre ambos jóvenes a través de pequeños momentos de intimidad que nos llevan desde el idilio evocador hasta el desencanto a través de una estupenda ambientación que nos sumerge en el espíritu de los ochenta más juveniles y desinhibidos, alejándose deliberadamente de la atmósfera opresiva de los tiempos del sida, quizás porque los propios personajes ni siquiera eran conscientes de sus peligros. En la banda sonora, Bananarama, The Cure o Rod Stewart cuyo tema Sailing acompaña uno de los momentos más icónicos de la película.

Sin embargo, desde los primeros compases la pulsión de muerte se encuentra muy presente. El director introduce el elemento de suspense, de misterio, y junto a ellos las pistas falsas para adentrarnos en el enigma de aquel verano que terminará cambiando a todos para siempre. No es una estructura que termine de funcionar, resulta algo impostada, aunque ayuda a reflexionar sobre el tema central de la película: de qué manera se construye el imaginario idealizado del amor y se convierte en una condena.

En realidad, todo lo que vemos forma parte de un pasado que el protagonista se encarga de escribir (y por tanto de ficcionalizar) a modo de redacción que sirve para recomponer las piezas de un puzle del que nunca llegaremos a ver al completo, por lo que no sabremos si corresponde a la realidad o a la imaginación, pues se encuentra reordenado a través de la perspectiva de David.

En algunos momentos encontramos ecos que nos remiten a los cuentos veraniegos de Eric Rohmer o a las intrigas resplandecientes y turbias que se mostraban en A pleno sol o El talento de Mr. Ripley. Pero Verano del 85 es, efectivamente, puro Ozon. Por eso, el director se permite la licencia de introducir pequeños guiños a su propia filmografía (desde el travestismo hasta el poder para crear historias y cómo estas se encargan de fagocitar el relato), como si, de alguna manera, la que tendría que haber sido su primera película, se convirtiera ahora en síntesis de toda su carrera. Lo hace sin grandes aspavientos, porque, ante todo, pervive la ligereza, la necesidad de volver a un pasado sublimado para seguir avanzando en las incertidumbres del presente.

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