MURCIA. “No te necesito desde que se inventó el palo selfie”. Esta frase que el personaje de Jolene Dollar (interpretado por Hayley Squires) le espeta a Carroll Quinn (Rupert Everett) en la serie británica Adult Material ilustra parte de la transformación de la industria del porno, que también se pueden extrapolar a otras esferas de la vida en la era digital: la independencia. Si gracias al palo selfie la superestrella del porno Jolene Dollar no necesita videógrafos, productores, sonidistas y un largo etcétera de profesionales del audiovisual, un turista en la Torre Eiffel tampoco requiere ayuda para inmortalizar sus monumentales vacaciones.
El artista, fotógrafo y ensayista Joan Fontcuberta en sus estudios sobre la postfotografía —término que recoge el cambio paradigmático de la fotografía provocado por las plataformas sociales y el retoque digital— explica que, por primera vez en la historia, cada persona es gestora de su propia imagen.
Con el selfie, los filtros y las máscaras administramos cómo queremos que los demás nos vean. Fontcuberta en La furia de las imágenes señala el giro copernicano: “La cámara se despega del ojo, se distancia del sujeto que la regulaba y, desde la lejanía de un brazo extendido, se vuelve para fotografiar justamente a ese sujeto”. Este homo fotograficus de la hipermodernidad y el exceso de producción, como lo bautiza el teórico, necesita realizar compulsivamente imágenes, que entre otras cosas, tienen coste y dificultad técnica cero. “El problema ya no es vivir en la imagen, sino sobrevivir en la imagen”. Estamos instalados en un empacho de capitalismo de las imágenes.
El neologismo ‘posturismo’ viene, como tantos términos, al reflexionar en lo que hay temporal y sociológicamente después de cierto concepto. ‘Postfotografía’, ‘postmodernidad’, ‘postcapitalismo’, ‘postraumatismo’, ‘posturismo’.
El turismo que hay tras el turismo como lo conocíamos antes de las plataformas sociales, la realidad virtual, Google Maps, la producción masiva de blogs y videoblogs y otros productos afines, ganó caballos de potencia con las transformaciones sociales y económicas derivadas de la pandemia. El posturismo o post-turismo es también esa reticencia del turista a ser turista, donde la experiencia, —manido sustantivo explotado por el marketing— es el agente de viajes. El coronavirus, que vació ciudades y frenó el turismo de masas, mete más reflexión a la hoguera que ardía en las urbes sobre cómo estas dejan de ser para quienes las habitan y pasan a ser productos vacacionales.
"No se consideraba un turista; él era un viajero. Explicaba que la diferencia residía, en parte, en el tiempo. Mientras el turista se apresura por lo general en regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la Tierra (...)". Las primeras páginas de El cielo protector, escrito por Paul Bowles en 1949, ya hacen referencia a la turistidad como falta de espíritu, de autenticidad —adjetivo también propio del léxico del marketing—. Setenta y un años después, el periodista Marco d'Eramo, autor del necesario y amplio El selfie del mundo, ahonda en la paradoja del turista, que es no querer ser turista y también, en el que el propio turismo se agota, agota los espacios turísticos. “El desarrollo tiene un límite, no porque los recursos sean limitados sino porque es limitado el uso social que es posible hacer de los mismos”.
¿Cómo puede ser auténtico algo, si todo recibe el tratamiento auténtico? J.M Culler en Semiotics of Tourism escribe: “La paradoja, el dilema de la autenticidad es que para vivirse como auténtica debe ser marcada como auténtica, pero, cuando es marcada como auténtica, lo es por mediación, es una señal de sí misma y, por tanto, carece de la autenticidad de lo realmente no violado por códigos culturales que median”.
Una pareja trata de hacerse un selfie en el Parque Natural Posets Maladeta sin que en el fondo salgan los remontes de la estación de esquí de Cerler. No piden ayuda a los excursionistas que transitan cerca. Se acercan peligrosamente al borde del sendero donde hay un inmenso zurullo de vaca y un precipicio (en 2018, España fue el cuarto país del mundo con más muertes por selfies). Además de no percibir el peligro, no están contemplando millones de años de formación geodésica, la carrera de un sarrio asustado, la arrolladora fuerza del deshielo sobre la naturaleza. Toman fotos torcidas, quemadas, sin encuadrar. Las envían al grupo familiar. Seguramente, no volverán las revisarán. Tampoco es que salieran muy favorecidos. “El selfie trastoca el manido noema de la fotografía: esto-ha-sido, por yo-estaba-allí. Desplaza la certificación de un hecho por la certificación de nuestra presencia en ese hecho”, dice Fontcuberta.
D'Eramo cita a Enzensberger: “La industria turística tiene esto de particular: su producción se identifica con su anuncio publicitario, sus consumidores son también sus empleados (…) Las fotografías tomadas por el turista solo se diferencian en esto de las postales que compra y envía. Son su viaje: el mundo que ve mientras viaja es desde el principio de reproducción (…). El turista autentifica el folleto publicitario que lo ha empujado a partir”. Y qué mejor forma de autentificarse e identificarse que incluyendo su rostro en la imagen estandarizada. Además, como se recoge en El selfie del mundo “Las reseñas de TripAdvisor demuestran la urgencia duradera de compartir y la fe de que compartir hará que la experiencia de cada uno sea mucho mejor”. Compartir es también uno de los rasgos que justifica el selfie.
Hipermodernidad, excesos, masificación, porosidad en la relación con el espacio y el tiempo. Estos adjetivos se aplican y magnifican en el posturismo y la postfotografía, dos realidades fusionadas en lo físico y en lo digital. Sobre todo, en lo digital. A través de la producción de imágenes, hacemos turismo y comunicamos turismo. “El selfie expresa una irreprimible necesidad de confirmar la propia existencia, de dejar un documento de sí mismo, (…) un afán de tranquilizarse sobre el hecho de que nuestra existencia no es un engaño (…) El selfie fotografía tal incertidumbre del yo, que asusta”, dice d’Eramo.
El prefijo ‘post’ alude al abandono, que llevado al extremo en el caso del turismo, es el turismo sin presencialidad gracias a la producción visual que facilita las experiencias en diferido que tanta relevancia han cobrado en el horizonte de la pandemia. No es ni necesario estar para estar. A raíz de esto, surgen proyectos como SelfieLand, al que se considera el primer museo del selfie de València. Los clientes de este local pagan más de lo que cuesta una entrada de cine por autofotografiarse en distintos escenarios.
Atención, spoiler. La Furia de las imágenes concluye de manera tajante su reflexión sobre la sobreabundancia de fotografías y quién las genera: “Lo que está claro es que hemos perdido la soberanía de las imágenes y queremos recuperarla”. A lo largo del interesantísimo libro de Fontcuberta es inevitable pensar que hay un hálito de nostalgia, esa “enfermedad social”. En el texto del periodista italiano dedicadas a este sentimiento acuñado por médicos suizos a finales del siglo XVII. La nostalgia en el turismo es la que siente el viajero que se niega a aceptarse como turista. “Nostalgia de lo auténtico en un mundo inauténtico, nostalgia de lo no alienado en una época alienada. (…) Nostalgia de la nostalgia”.
Qué es peor o mejor, ¿hacerse un selfie en Magaluf o que un compañero de expedición, tras horadar hábitats naturales y generar toneladas de CO2, te haga una fotografía analógica con una Hasselblad en Isla Inaccesible, archipiélago de Tristán de Acuña?
Qué es peor o mejor, ¿hacer una reflexión no fundamentada que caiga en la idealización del pasado o poner punto y final a este artículo y aprovechar que ahora en septiembre los vuelos están más baratos?