El hombre que duda está mal visto en un país de dogmáticos. La duda inquieta a quien la tiene, pero sin duda no hay conocimiento ni progreso. Confieso que soy un hombre que vacila en la más pequeña de las decisiones. Gente como yo no suele llegar a casi nada en la vida, pero tampoco nos importa
MURCIA. Alejaos de mí porque soy un hombre que duda, peor que el señor de la gabardina que reparte caramelos a vuestros niños, un tipo, os lo aseguro, desaconsejable.
Un hombre que duda no sirve para dictador, ni para director de una sucursal bancaria (¡quedan tan pocas!), ni tan siquiera para entrenar a un equipo de fútbol de cadetes en Picanya. Carece de seguridad para tales empresas. Un hombre que duda como yo, vacilante, flemático y escéptico, nunca encontrará su lugar en este país apegado a sus filias y sus fobias, que no ha conocido —ni conocerá— la importancia de los matices ni de los grises en su historia.
"Soy un hombre que da palos de ciego, y lo peor de todo es que el camino se estrecha porque me estoy haciendo viejo a pesar de las cremitas nocturnas"
Cada lunes, cuando leo mi artículo, dudo sobre si acerté con la forma y el fondo del puto tema. ¿No me habré pasado de listo?, me pregunto. ¿No habré sido demasiado condescendiente con el Gobierno pinocho? Dudas que me asaltan y que me reservo para no revelar mis puntos débiles a los enemigos.
¿Soy lo que escribo?
A todo escritor de periódicos le llega el momento de examinar si se está repitiendo ante sus lectores. Ese momento ha llegado. Lejos de mí el convertirme en una caricatura de Javier Carrasco. A lo mejor hay que dar un volantazo, arriesgar, intentar el triple salto mortal y dejarme la tapa de los sesos en el fondo de una piscina sin agua para que la gente se ría de mi osadía, aplauda y pase a leer a otro columnista de Plaza. El lector es promiscuo y cruel, y está en su derecho de serlo.
Cómo no voy a dudar de la vacuna de los hijos de la Gran Bretaña. Nos robaron Gibraltar, donde se permiten el lujo de no llevar mascarillas, y ahora se hacen de oro pinchando a los continentales. ¿Es la vacuna un remedio a los horrores de la peste? ¿Somos cobayas en manos de una alianza de gobiernos y farmacéuticas desaprensivas? ¿Llevaba razón Victoria Abril? Si te mienten con los muertos, qué no harán en lo demás.
Y tengo más preguntas sin una respuesta clara: ¿en qué país vivimos? ¿España es una democracia o se ha convertido en una dictadura durante la pandemia? Algunos me diréis que España es una democracia porque hay elecciones, como las hay en Rusia y Venezuela. Otros, en cambio, pensáis que esto es una dictadura posmoderna, que no requiere correajes ni camisas azules, más sutil pero no menos efectiva: con un Parlamento inoperante, jueces y periodistas amenazados, medios públicos al servicio de la propaganda gubernamental, libertades cercenadas, vigilados a través de nuestros teléfonos y con el temor de que los grises de Marlaska te revienten la puerta de la casa en cualquier momento.
Soy un hombre carcomido por mis incertezas que no ha llegado a gran cosa en la vida, como a la vista está. ¿En qué momento se jodieron nuestras vidas, Zavalita? ¡Si al menos me hubiera hecho comunista en la juventud, como el matrimonio Ceaucescu y el señor Martínez Dalmau! Pero, en lugar de imitar el ejemplo de estos grandes propietarios, opté por estudiar y trabajar y aquí me tenéis, viviendo en un primer piso, dueño de un coche de trece años y ganándome la vida en un oficio consistente en contener y entretener a las futuras generaciones debidamente preparadas para ser esa juventud robusta y engañada de la que habló Quevedo.
Soy un hombre que da palos de ciego, y lo peor de todo es que el camino se estrecha porque me estoy haciendo viejo a pesar de las cremitas nocturnas.
Hay dudas que pueden parecer demasiado frívolas, pero que a mí me perturban. ¿Hice bien en comprarme esos pantalones de pana, de rojo chillón, en Yagüe? ¿No serán demasiados llamativos para mi edad? ¿No me confundirán con un cayetano de Núñez de Balboa? Me encantaría esto último.
Tumbado en la cama escribo estas líneas sin perder de vista a Jacobo, el bonsái que me compré la semana pasada. Sólo tengo ojitos para él. Lo mimo a todas horas, lo riego como toca —una vez cada tres días—, me preocupo para que no le falte luz natural. ¿Estoy haciéndolo bien con la criatura? Que conste que en mi casa sólo hay dos seres vivos: Jacobo, un bonsái carmona, y yo, necesitado de mucha ternura vegetal.
Sin embargo, las peores dudas tienen que ver con las intermitencias del corazón. Aquí se pagan caros los errores. A veces pienso que no estoy a la altura de mis seres queridos por culpa de mi egoísmo.
Me gustaría aparentar la seguridad obscena de un ejecutivo de Amazon, creerme el dueño del mundo, escribir sin titubeos, pontificar sobre esto y aquello, pavonearme como un concejal y no arrepentirme de nada, pero no voy a hacerme trampas al solitario. Soy, en realidad, un Hamlet doméstico, enemigo de cualquier forma de proselitismo, incapaz de convencer a nadie sobre nada porque de casi nada estoy seguro.
A mi edad temo llegar a viejo sin los deberes de la conciencia hechos y habiéndome equivocado en las decisiones más importantes de la vida. Temo, como la mayoría de vosotros, que se me escape el último tren que Dios ponga a mi alcance, y acabar recostado, como el conde Tolstói, en el banco del vestíbulo de una estación de tren, como un vagabundo triste, solitario y final.